Lucian Blackthorn odiaba perder el control.
Por eso, el hecho de estar frente al Consejo de Ancianos, con doce pares de ojos juzgándolo desde lo alto, le provocaba una contractura en el cuello y una necesidad urgente de desgarrar algo. O a alguien.
—Rey Lucian, ¿confirma que ha rechazado el vínculo con su Luna destinada? —preguntó el anciano mayor, apoyado en su bastón de hueso de lobo ancestral.
Lucian no se molestó en fingir remordimiento.
—Lo confirmo. Y lo volvería a hacer. Esa mujer es una amenaza para la estabilidad de la manada.
—Esa mujer —dijo una voz femenina, llena de veneno dulce— tiene nombre.
Arielle Duskbane dio un paso al frente, con el mentón en alto, los labios curvados en una sonrisa que no llegaba a los ojos. Llevaba su chaqueta de cuero, rota en el hombro, y unas botas que claramente habían pateado más traseros de los que Lucian quería contar. El rojo de su cabello parecía más encendido bajo la luz de la sala, como si estuviera permanentemente enojada con el universo. O con él.
—Alpha Duskbane —continuó el anciano—, también ha rechazado el vínculo con el Rey.
—Porque preferiría aparearme con un puercoespín rabioso —contestó ella, cruzándose de brazos.
Lucian rodó los ojos. El Consejo suspiró colectivamente.
—Muy bien —dijo el anciano, golpeando su bastón una vez contra la piedra—. Dado que ambos han rechazado la voluntad del destino y deshonrado el vínculo sagrado… serán castigados. Durante treinta lunas, convivirán bajo el mismo techo.
Y ahí fue cuando a Lucian se le heló la sangre.
—¿¡Qué!? —gritaron los dos al mismo tiempo.
—Y no estarán solos —continuó el anciano, ignorando sus protestas—. Estarán a cargo de tres lobeznos huérfanos. Trillizos. Nadie ha logrado cuidarlos por más de una semana sin terminar con la cabaña en llamas o el pelo teñido de verde. Si sobreviven, quizás el destino les dé una segunda oportunidad.
Lucian parpadeó.
Arielle se atragantó con su propio desprecio.
—Esto es una broma —dijo ella.
—Los trillizos llegarán al anochecer —dijo el anciano, con una sonrisa que no presagiaba nada bueno.
Y así, el temido Rey Alfa y la Alpha más insoportable del continente, enemigos declarados, se encontraron a punto de compartir casa, comida y… ¿pañales?
Lucian maldijo al destino.
Y el destino, en algún rincón del universo, se rió de vuelta.
Arielle estaba sentada sobre la encimera de la cocina del castillo, comiendo arándanos directamente del cuenco.
Lucian pasaba lista mental de todo lo que podía prender fuego en la próxima hora: su paciencia, su reputación… y probablemente su alfombra de piel de oso albino.
Habían pasado tres horas desde la sentencia del Consejo. Tres. Y ya había un agujero en la puerta del baño, cortesía de una pelea sobre quién ocuparía la única habitación con balcón.
—¿Tú tienes experiencia con niños? —preguntó Lucian, cruzado de brazos.
—¿Aparte de cuidar idiotas con ego inflado como tú? No.
—Encantador.
El sonido de ruedas en la grava interrumpió el inicio de su enésima discusión.
Arielle se deslizó de la encimera justo cuando la puerta principal se abrió… de golpe.
—¡Entrega especial! —gritó un joven guerrero lobo, con cara de "yo solo sigo órdenes" y manchas de jugo morado en la túnica. Detrás de él, tres pequeños lobeznos salieron disparados como flechas. Literalmente.
El primero era un niño con el cabello revuelto y una camiseta que decía “Soy el mayor, obedezcan (aunque nacimos el mismo día)”. Se lanzó directo a la escalera y gritó:
—¡YO RECLAMO EL BALCÓN!
Un fuerte crash resonó desde arriba.
El segundo, de cabello oscuro y expresión sospechosamente tranquila, miró a Lucian con ojos de inocencia diabólica.
—¿Tú eres el jefe? Necesito acceso al sótano. Para… investigaciones.
Lucian retrocedió un paso, por primera vez en mucho tiempo.
La tercera era una niña de rizos salvajes y vestido manchado de barro. Llevaba en brazos un gato. O algo que una vez fue un gato.
—Este es Sir Pelusa. No habla desde el accidente del tornado.
Arielle parpadeó.
—¿Cómo se llaman? —preguntó ella, ya resignada a morir joven.
El joven guerrero leyó desde un papel arrugado:
—El líder es Kael, el científico es Bren, y la de los gatos (y ocasionalmente culebras) es Lya.
—¿Son siempre así? —preguntó Lucian, intentando esquivar una rana que acababa de saltar de la mochila de Bren.
—En días tranquilos, sí.
—¿Y esto es tranquilo?
—Muy.
El mensajero escapó antes de que alguien lo encadenara por abandono de misión.
Lucian se volvió hacia Arielle, que estaba tratando de evitar que Lya le metiera una lombriz en el bolsillo.
—Treinta lunas —dijo él.
—Treinta lunas —repitió ella, con el tono de quien está aceptando su sentencia de muerte.
Arriba, Kael gritó:
—¡Encontré una espada! ¡Y una ventana para tirarla!
Bren murmuró algo sobre “probar la aerodinámica”.
Lucian suspiró.
Arielle soltó una risa que no pudo contener.
Y así, el castigo comenzó.