1 Hechizo
Escuchaba a su madre como si fuese la banda sonora de una película con tintes dramáticos. Era un continuo murmullo en sus oídos al que no prestaba atención. Se había acostumbrado a él, quizá demasiado. Cada noche, Elena entraba en su habitación mientras ella trataba de relajarse leyendo un libro. Sí, después de lo acontecido en el monasterio, Sofía decidió que debía instruirse, empaparse de historia y, por qué no, disfrutar de vez en cuando con una de esas novelas románticas que su madre guardaba con celo en su mesita de noche. No obstante, Elena interrumpía su lectura sentándose en el borde de la cama para preguntarle cómo le había ido el día, a lo que ella respondía con un escueto «Bien». Era entonces cuando su madre se enfrascaba en sus discursos delirantes sobre el bien y el mal y en cómo estaban ayudándola mucho en su nuevo grupo de apoyo llamado con mucho tino «Supervivientes de lo paranormal». Había encontrado en ellos un alivio considerable. Allí, todos narraban sus experiencias con el más allá y cómo estas les habían afectado a sus vidas. Y, claro, Elena contaba una y otra vez cómo había sobrevivido a un accidente de tráfico provocado por un ente maligno. Después le repetía a ella, con los ojos bien abiertos, que nadie en el grupo había vivido un suceso semejante. Tan escalofriante. Tan cercano a la muerte.
—Entonces, ¿todo bien? ¿No has visto nada raro?
—Mamá, ya te he dicho que esa sombra no va a volver. La destruyeron.
—Sí, lo sé. Pero a veces tengo miedo de que otra cosa horripilante se presente en casa y no tengamos a dónde huir. —Sofía torció el gesto, apabullada por la sinceridad de su madre—. Oh, no debería contarte estas cosas, sino darte ánimos y decirte que tanto tu padre como yo estamos aquí para protegerte... El caso es que en el grupo han comentado que, una vez que vives una experiencia con el más allá, tu mente se abre y es muy probable que pueda repetirse. Por eso soy tan pesada y te pregunto. Yo quiero que estés bien, y rezo para que no tengamos que volver a pasar un infierno como aquel.
—No tienes que preocuparte. No he visto nada raro. Toda esa pesadilla terminó. Y te prometo que si alguna vez siento alguna presencia, te lo contaré.
Sofía alzó la vista y dirigió la mirada hacia la pared del fondo. Allí sentada sobre una vieja mecedora se encontraba su difunta abuela haciendo calceta mientras le sonreía con ternura. La acompañaba cada noche, velando por sus sueños. Y aunque al principio su repentina aparición la alteró, poco a poco fue acostumbrándose a su compañía. Su abuela no la acosaba, ni siquiera trataba de comunicarse con ella. Sencillamente se dedicaba a tejer, mostrando un semblante afable y nada espeluznante. Después de todo, se trataba de su abuela materna, con quien tuvo una relación estrecha. Siempre fue cariñosa con ella, y no existía ni un solo recuerdo negativo que enturbiara esa alegría desbordante ni esa simpática afectividad que solía desprender.
—Buenas noches, Sofía. Estoy muy contenta de que podamos tener esta clase de conversaciones. No son muy normales entre una madre y una hija, pero ¡qué le vamos a hacer! Es lo que nos ha tocado vivir.
A pesar de haber cumplido ya los dieciocho años, su madre continuaba besando su frente antes de irse a dormir. Ella ya no rechistaba. Había asumido que para Elena siempre sería su niña, y mientras viviera bajo su mismo techo, trataría de entrometerse en todos sus asuntos. Después de interminables discusiones y reprimendas tontas desde que tenía quince años, aprendió que era mejor darle la razón en nimiedades que ocasionar un enfrentamiento absurdo. Así que no iba a recordarle más que ya no era una chiquilla para que le respondiera con «En mi casa se hace lo que digo yo». Ni siquiera trataría de convencerla de que no se metiera en sus estudios ni con sus amigas, para que saltara con «Deberías ser más aplicada y organizarte mejor» o «Nunca me ha gustado esa amiga tuya. Es demasiado pizpireta». Todo había cambiado desde que la escuchaba y se limitaba a asentir dándole la razón, aunque no estuviera muy de acuerdo en algunos puntos. Elena era así: ¡un torbellino neurótico e imparable!
A la mañana siguiente, se levantó cuando faltaban escasos cinco minutos para las diez. Comenzaban las vacaciones navideñas, y aunque a ella no le importaban demasiado esas fechas, adoraba no escuchar el martilleo constante del despertador ni tropezarse en el baño con el habitual ajetreo de la casa: todos tratando de colarse en él antes que nadie. Desayunó con tranquilidad, y después de asearse regresó a su habitación para decidir qué haría en esa preciosa mañana fría y soleada. Su padre debería estar ya en el trabajo, y en menos de veinte minutos su madre se marcharía con Cris de compras. ¡Ella era libre! Y podría hacer el vago unas cuantas horas más.
Entonces, su madre asomó la cabeza, evidenciando cierto rostro de preocupación.
—Sofía, hay un chico en la puerta que quiere hablar contigo. Dice que es compañero tuyo del... monasterio.
—¿Del monasterio? —Sofía dio un respingo y se precipitó al armario para buscar algo apropiado que ponerse.
—¿Ocurre algo?
—No, nada —le respondió ella sin mirarla—. Me había olvidado de que habíamos... quedado para tomar un café. Perdona, mamá, tendría que haberte avisado antes.
—¿Ese chico... es tu... novio? —le preguntó, temiendo su respuesta.
—¡Qué va! ¡No, no, para nada! Le sucedió lo mismo que a mí. Es un amigo al que puedo contarle esas cosas. Como haces tú con tu grupo de ayuda..., nada más. —Corría de un lado para otro calzándose las botas mientras se miraba al espejo y se atusaba el cabello—. ¿Puedes decirle que espere un rato? En poco estoy.
Cuando su madre abandonó la estancia, ella se detuvo y respiró. ¿Por qué Oriol había ido a buscarla? ¿Habría sucedido algo grave? Soltó un resoplido. Le había mentido a Elena. No tenía ni idea de que el cazador iba a presentarse en su casa esa mañana. Es más, hacía meses que no sabía nada de él. Desde que se marchó del monasterio, apenas habían intercambiado algún que otro mensaje. Nada más. Y eso le dolía mucho. El chico había decidido apartarla de su vida sin más, como si los largos días de verano que habían transcurrido en aquel improvisado refugio fueran las páginas escritas de un capítulo para olvidar.