A pesar del impetuoso viento, que soplaba con un entusiasmo exasperante y ferviente, Sofía deambulaba por el paseo marítimo de la playa del Postiguet aferrada a su abrigo y a sus pensamientos erráticos. De vez en cuando, alzaba la mirada y se refugiaba entre los sólidos muros del castillo de Santa Bárbara, amparándose en su consistencia y en su arrolladora estructura. Ansiaba percibir el anclaje de sus piernas al suelo, advertir que las raíces de las plantas de sus pies no se habían deshecho y permanecían sujetándola a la tierra con ahínco. Porque temía desplomarse, caer en un abismo silencioso y tenebroso del que no pudiera escapar.
Después de la franqueza de la vidente, su nueva vida, la cual había tejido con esmero y cuidado para no volver a sentirse indefensa, se desmoronaba. Tenía que asumir las consecuencias de un hechizo mal conjurado, unas palabras recitadas por error que la devolvían a la casilla de salida. Sus poderes habían aumentado, como también lo había hecho su incapacidad para dominarlos. Su celebrada victoria ante la Sombra se teñía de un plúmbeo turbio como las nubes inciertas que sobrevolaban la ciudad. Lanzó una exhalación para intentar alejar la angustia instalada en su ánimo y reparó en el vaivén de las olas, dominadas por un viento hostil. Las sacudía sin descanso, obligándolas a alzarse para después arrastrarlas con fuerza sobre la arena.
Contestó al teléfono después de haberlo ignorado durante más de dos horas. Atardecía, y su madre debía estar subiéndose por las paredes. Aguantó todos sus reproches conteniendo la respiración. Sí, ella tenía razón. Debería haberla avisado, sobre todo después de que una sombra asesina la atacara unos meses atrás. Elena estaba paranoica. Pensaba que en cada rincón oscuro de la ciudad la acechaba otro ente maligno. Se disculpó varias veces y le prometió que pronto llegaría a casa. Colgó, y fue entonces cuando se percató de los numerosos mensajes recibidos. Leyó por encima los de sus amigas, las continuas preguntas de su madre sobre dónde se había metido, y reparó en uno que la inquietó nada más verlo. Hugo le había escrito: «Mantente alerta. Puede que este caso tenga que ver con los ofitas».
Una brisa gélida atravesó sus entrañas revolviéndolas sin compasión. ¿Qué pretendía decirle el cazador? ¿Que esa secta fanática seguía campando a sus anchas por el mundo? ¿Que la Sombra había regresado? Nunca imaginó que su frente pudiera empaparse de un sudor repentino, y menos en invierno. Histérica, trató de responder a la escueta advertencia, sin embargo, sus dedos resbalaban sobre la pantalla una y otra vez. Luego, quiso contactar con él. Una llamada sería más efectiva. Pero Hugo no respondía. Con fatiga, volvió a redactar un mensaje con la esperanza de que le contestase lo más pronto posible. Si se trataba de algo urgente, ¿por qué el cazador no había descolgado el teléfono? ¿Y por qué Oriol ni siquiera había contactado con ella si estaba en peligro? ¿Qué demonios estaba sucediendo en esa sierra?
Abatida, llegó a casa y se desprendió del abrigo como el que menosprecia una prenda desvencijada. Elena corrió hacia ella dispuesta a continuar con sus recriminaciones, pero al verla se detuvo. Sofía estaba pálida, sus ojos añiles parecían opacos, sin vida, y su rostro apesadumbrado la delataba. Algo terrible había ocurrido.
—¿Qué ha pasado? —La abrazó mientras ella permanecía ausente—. Estás tiritando. Voy a prepararte un té caliente. Siéntate en el sofá y procura descansar.
Su madre desapareció unos minutos en los que ella aprovechó para comprobar si había obtenido respuesta. Nada. No tenía noticias de nadie. Su hermano Cris se recostó junto a ella y depositó la cabeza sobre su pecho. Le encantaba que Sofía le acariciase su cabello ensortijado. Lo calmaba, y sabía que a ella de alguna manera también.
Elena regresó con la infusión y le pidió que esperase unos minutos hasta que se enfriase.
—¿Tiene que ver con el chico que ha venido esta mañana? ¿Has discutido con él? —Su madre se acomodó frente a ella e inclinó el torso hacia delante—. Sofía, puedes ser sincera conmigo. Sé que te lo pregunté esta mañana, pero... ¿es tu novio, ligue o como sea que lo llamáis ahora?
—No, mamá, no se trata de eso —negó con voz apagada.
—¡Menos mal! No es que no me guste ese chico, pero, ya sabes, no sería muy conveniente que salieras con él después de lo que pasasteis en el monasterio. Te mereces una relación más sana y no basada en un trauma ocasionado por un fantasma. Los dos habéis sufrido mucho. Por eso, en mi opinión, deberías encontrar a alguien alejado de todo ese mundo y que no te recuerde a diario la pesadilla que viviste.
—No puedo escapar de eso.
—¡Claro que puedes! Tienes que ser fuerte. ¡Liberarte! —Elena se frotaba las manos, impaciente—. Yo tuve que recurrir a un grupo de ayuda. Sé que es difícil. Pero estoy aquí. Me tienes a mí, a tu padre y a tu hermano. No te pido que te olvides de lo sucedido; eso es imposible. Sin embargo, tienes que pasar página y mirar hacia el futuro. Mezclarte con ese chico te traerá disgustos.
Sofía entornó los párpados y se echó hacia atrás, recostando la cabeza en el sillón.
—No, mamá. Tú tenías razón. Cuando se abre la caja de Pandora, es imposible cerrarla. —Miró a su madre con ojos húmedos—. ¿No fue eso lo que me dijiste? ¿Que una vez que entras en contacto con el más allá puede que vivas más de una experiencia fantasmal?
—¿Qué tratas de decirme? —le preguntó con labios temblorosos.
—Puede que la Sombra u otra cosa parecida venga a por mí, otra vez.