Con una maleta pequeña y un nudo en el estómago, Sofía llegó a la estación de tren de Zaragoza. Se alejó del andén, abrochándose hasta el último botón de su abrigo marrón, y se lamentó de no haber traído consigo una maleta mayor donde le cupieran cuatro o cinco suéteres más. Tenía la punta de la nariz congelada y aún no había salido al exterior. Divisó a Iris entre la multitud, tan vivaracha y sonriente como siempre, mientras los viajeros corrían de un lado para otro tratando de no perder sus conexiones o buscando el ansiado tren que los llevase fuera de la ciudad para disfrutar de unas merecidas vacaciones.
Sin embargo, su presencia allí nada tenía que ver con las Navidades. Ni regresaba a casa después de meses de ausencia ni gozaría de unos días lejos del estrés cotidiano; más bien había huido de su hogar. Después de lo sucedido el día anterior y del espantoso astral al que fue arrastrada, había decidido que lo más conveniente era alejarse de su familia. Tras los llantos de su madre y las continuas negativas de su padre, ambos cedieron a sus peticiones. Sofía no quería que una nueva sombra se presentase en su casa reclamándola. No iba a exponerlos a un peligro innecesario. Ellos no sabrían cómo defenderse y ella no podría mantenerse vigilante las veinticuatro horas del día, protegiéndolos, acompañándolos a las diferentes salidas que tuviesen programadas. Ya se había enfrentado a una sombra, por lo que conocía lo despiadada y cruel que era. Un ente oscuro con un objetivo que cumplir. ¡Conseguir las cuatro llaves! Y si esas cosas transparentes habían aterrizado en el mundo de los vivos para continuar su labor, ella era consciente de que en cualquier momento se presentarían en su casa y arrasarían con todo sin importarles su familia.
Así que en cuanto consiguió contactar con Iris, su mente ágil y aguda había trazado un plan. Por algún motivo, se había tropezado con la vidente en el astral, aunque esta no recordara haberla visto. Iris había sufrido un bloqueo, inusual para su don desinhibido y avezado. Tras media hora de charla telefónica donde habían intercambiado impresiones, decidieron que deberían resolver juntas el problema, con la ayuda de Edith.
Sofía no dudó en hablar con sus padres y abandonar la casa. Les había explicado que el monasterio había sido clausurado tras la aparición de numerosas grietas, pero que esas mismas personas, quienes la habían auxiliado después del accidente, estaban dispuestas a acogerla durante un par de semanas. Y después de cientos de preguntas a las que Sofía no encontraba respuestas del todo convincentes, accedieron.
—¡Cuánto me alegro de verte!
Se fundieron en un sentido abrazo, hasta que la vidente le indicó la dirección para llegar a su coche de dos puertas, más destartalado que el equipo de música de vinilo que conservaba su padre desde los años ochenta. Iris condujo hasta las afueras, dejando atrás la iluminación navideña y los excesivos carteles publicitarios, que te invitaban a comprar en la ciudad sin ninguna mesura.
—Los chicos todavía no han regresado de esa misión tan secreta —la informó, modificando la voz hasta conseguir evocar un ambiente de intriga.
—¿No te han contado nada? —le preguntó con la esperanza de que al menos la hubieran advertido de la aparición de nuevos ofitas.
—¡Nada! —Rio—. Es normal en ellos. A no ser que el caso surja de una premonición nuestra o requieran de nuestros conocimientos visionarios para conseguir una pista, no suelen informarnos de sus aventuras. Es su manera de protegernos. Si el caso no nos incumbe, ¿para qué inmiscuirnos?
Sofía soltó un resoplido disconforme.
—Son demasiado paternalistas.
—¡Son cazadores! ¿Qué esperabas?
Edith la recibió entre besos y una docena de halagos. Dentro de la casa, la mujer no hacía uso del bastón, ni siquiera ocultaba las severas cicatrices de sus ojos con las gafas. Sofía no pudo evitar sentirse culpable mientras reparaba en sus heridas. Ella se encontraba con la vidente cuando fueron sorprendidas por la Sombra, aunque trató de ayudarla, no pudo impedir que la apresase y la dejase ciega en el ataque.
Edith pareció leer sus pensamientos.
—Oh, no pasa nada, Sofía. He aceptado mi nueva condición. Y puedo confesarte además que mis otros sentidos se han agudizado, incluyendo mi don. Ven, será mejor que te enseñe tu habitación.
Estiró el cuello y reconoció al fondo del pasillo a la pequeña Ariadna, la hermana de los cazadores. La niña le mostraba su semblante más risueño y le daba la bienvenida agitando la mano. Ella había olvidado que Rafael la dejaba bajo la tutela de Edith cuando salían de misión. Después de deshacer el equipaje y de una buena ducha, Iris le ofreció un chocolate caliente. Se reunieron en una pequeña sala, con un sofá acogedor y repleto de cojines, que además era el comedor. Una mesa rectangular para cuatro comensales estaba dispuesta justo detrás del tresillo, amparada por una estantería con numerosos libros amontonados y una planta verdosa, desconocida para ella.
—Antes de cenar, habíamos pensado poner nuestros puntos en común. Así mi madre puede hacerse una idea más precisa del sueño. —Iris se frotaba las manos con nerviosismo—. Todavía no puedo creer que hayamos conectado al mismo tiempo y en el mismo espacio, sin que nadie nos haya orientado. ¿Sabes lo difícil que es?
Sofía negó con la cabeza al tiempo que se acomodaba en el sofá. Edith, quien había preferido empujar una de las sillas del comedor y situarla justo en frente de Iris, frunció el ceño con inquietud. Al lado de la vidente se encontraba Ariadna, sentada en el suelo y apoyada en el curioso mueble que contenía la televisión.