El cazador que luchó contra el viento vol.2 - Trilogía Cazadores de leyenda

Cuadrado - 2

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Cuadrado

 

 

 

Con pasos agigantados, Hugo abandonó la residencia sin volver la vista atrás. Se introdujo en el vehículo tras dar un portazo, se aferró al volante y apoyó la frente en él. A continuación, lo golpeó con rabia. De reojo, Sofía observaba su arrebato sin atreverse a pestañear. Comprendía su enojo, su frustración. Ella misma estaba contrariada. Nunca imaginó que cuando estaba apelando a su poder interior, este le hubiese regalado un conjuro de amor. Todo aquello era una locura. ¡Por Dios, ella no sentía nada por Hugo más que cariño! ¿Qué se suponía que iba a ocurrir? ¿Que cuando despertara a la mañana siguiente la pasión la cegaría hasta perseguirlo por los rincones? ¡Oh, mierda! ¡¿Qué había hecho?!

Sin mediar palabra, el cazador arrancó el coche con brusquedad. Sofía respiró varias veces al imaginar el incómodo trayecto de vuelta que le esperaba. El silencio sangraba. Las heridas que sanó aquella noche en la colina volvieron a abrirse. Y dolían demasiado. No lo soportaba más. Quiso pronunciar algunas palabras de aliento, un puñado de frases oportunas que consiguieran relajar el ambiente. Decidida, abrió la boca para alejar esa insidiosa tensión y volvió a cerrarla de inmediato. Apretó los puños con ganas, hasta enterrar las uñas en las palmas de sus manos. ¿Qué podía decir? Había metido la pata hasta el fondo. Centró su mirada en el cúmulo de nubes, las cuales, inquietas, se arremolinaban en el horizonte. A pesar de su negrura, eran bellas. Se desplazaban con lentitud, creando una especie de danza hipnótica al tiempo que decidían sobre qué pueblo o valle descargar su furia. Soltó un resoplido quejoso.

—Podemos solucionarlo. Solo tenemos que revertir el hechizo —escupió al fin, como el enérgico chorro de agua que trata de apagar un incendio.

—Ah, ¿sí? ¿Es que conoces a algún brujo puro al que podamos llamar? Espera, puede que en mi lista de contactos tenga a uno —le respondió con un sarcasmo hiriente—. No, Sofía, son una especie en extinción. ¿Y por qué? ¡Porque a los brujos siempre les ha podido más el egoísmo que su propia lealtad! Y tú debes ser el último eslabón de una cadena perdida que para colmo no tiene ni idea de lo que hace ni de lo que dice. ¡Joder, Sofía! ¡Estoy hechizado! Me has convertido en una marioneta.

—Vale, me lo merezco. —Ofendida, cruzó los brazos como si así el lenguaje ultrajante de Hugo no pudiese atravesarle el pecho—. Soy una bruja torpe. Inútil, si lo prefieres. ¡Pero te salvé la vida! Hoy estás aquí, en este coche, gracias a mí. Puedes llamarme como te dé la gana. No me importa. ¿Que por qué? ¡Porque ese día mi amigo no murió, y te juro que volvería a repetirlo si tuviese la ocasión! —Sacudió la cabeza para apartar toda esa crispación—. Ahora, lo que tiene que importarnos es cómo vamos a solucionar esto y nada más. ¿O prefieres hacerte la víctima y desear haber expirado en aquella colina?

Él chasqueó la lengua, contrariado. Ella tenía razón. Enfadarse no lo conduciría a nada. Debía aferrarse a la única posibilidad que la vidente les había brindado: romper el conjuro.

—Bien, de acuerdo. Estoy dispuesto a escucharte —aceptó más relajado.

—Hablo casi a diario con Harry. Me llama para preguntarme si he hecho algún avance con mis poderes o con la investigación sobre mi madre biológica. —Hizo una pausa—. No me he rendido, Hugo. Sigo buscándola. Ella, de vez cuando, me visita en sueños. Si tengo alguna pesadilla, trata de calmarme. Si me siento perdida, me anima a continuar. ¡Sigue viva! Y, cueste lo que cueste, la encontraré. Sé que podría ayudarnos... También puedo preguntarle a Harry si mantiene el contacto con alguien o conoce a un brujo puro aunque sea en la Conchinchina. Porque te prometo que, aunque odie el frío, viajaré hasta la Antártida si es necesario.

—Yo podría indagar entre mis conocidos por si han oído rumores sobre algún brujo puro que podemos visitar —se ofreció, rebajando el tono.

—¡Tenemos tiempo! Esos efectos secundarios pueden tardar meses o años en aparecer —dijo esperanzada—. Ninguno de los dos ha comenzado a sentir atracción por el otro. ¡Yo ni siquiera he tenido sueños que me advirtieran de todo esto! —El cazador ocultó una mueca de disgusto—. Tú tampoco has percibido ninguna señal, ¿verdad?

—No, no, para nada —mintió.

Hugo contuvo la respiración. Ya no recordaba cuándo había comenzado todo. Una noche otoñal, abrigado por las mantas que lo resguardaban de una álgida ventisca, soñó que la veía de espaldas mientras la brisa, piadosa con ella, mecía sus cabellos. Al principio no la reconoció. Luego, al girar la cabeza, distinguió sus enigmáticos ojos añiles centelleando. No ocurrió nada más. Él se despertó confuso, preguntándose por qué Sofía se introducía en sus sueños. Y así, noche tras noche, la veía aparecer envuelta en un halo misterioso. La mayoría de las veces ni siquiera se acercaba a él. Pero poco a poco esa distancia fue reduciéndose hasta sentirla entre sus brazos, suspirando, mirándolo con deseo. Los encuentros eran cada vez más frecuentes, más intensos, tanto que pensó que estaba volviéndose loco.

Por eso había organizado la visita con la vidente. Estaba seguro de que la causa de sus pesadillas era la extraña transfusión de sangre que había recibido de Sofía. Puede que por ese motivo se sintiera más próximo a la bruja, que pudiera percibir su olor, atisbar su silueta en el horizonte, intuir su estado de ánimo. Nada más lejos de la realidad. La culpa no era de la sangre, sino de las enérgicas frases que había pronunciado ese día. ¡Estaba embrujado! Y aunque ahora todo cobrase sentido, estaba aterrado ante la idea de enamorarse como un loco, de perderse entre sentimientos impuestos, de convertirse en un enajenado deseando un fruto prohibido. Eso era ella: la manzana del Edén. Apetecible. Deliciosa. Maldita.

—Deberíamos ser sinceros el uno con el otro y en cuanto sintamos la primera chispa, contarlo. Creo que hablarlo sería lo mejor. Nos ayudaría a desahogarnos, a despejarnos, a comprender lo que podamos sentir —añadió ella.




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