El Ciclista

4

Desgastadas por el polvo, las luces de los faroles de hierro que colgaban del edificio caían mortecinas sobre los bancos de madera de la parte urbanizada del recinto. A  cincuenta metros de los portales, las altas farolas plateadas emblanquecían con su potente luz el asfalto del paseo marítimo, y el mar esparcía su olor en la penumbra ilimitada.

El tráfico era abundante aún. A esa hora, las nueve y veinte, las gentes que residían en el extrarradio y en los pueblos de la costa retornaban a sus casas. Poco a poco, el tumulto de luces serpenteantes iría aquietándose y el dispar murmullo de los motores diluyéndose como el eco de un grito. Vendría el tiempo y lugar de los solitarios que tanto fascinaba y asustaba a Natalia.

Cruzó la carretera a una veintena de metros del paso de cebra que había bajo el semáforo, sorteando las ramas espinosas de las palmeras enanas de la mediana, mientras se preguntaba qué clase de fuerza irresistible era aquella que constantemente le incitaba a transgredir las normas; por qué tenía que andar por fuera de las aceras como los perros vagabundos y atravesar las rotondas, siempre en línea recta, saltando a veces por los setos centrales cuando no eran demasiado elevados; o pisotear las zonas de césped de los jardines y parques en lugar de utilizar los senderos de empedrado. No podía resistirse al encanto de lo incorrecto.

La noche era perfecta para Natalia: fresca pero no fría, húmeda, serena. El mar tronaba en la playa abriendo sus fauces y mostrando una dentadura blanca. A Natalia le gustaba la efervescencia voraz del agua regresando a su hábitat; le relajaba y le ayudaba a reflexionar.

En cuanto llegó a la ancha acera, separada de la arena por el viejo muro de piedra que había sobrevivido a la época en que el mar se estrellaba contra el extenso roquedo, giró a la izquierda, conectó el pequeño artilugio y miró un instante a la lejana aglomeración de puntos amarillos de El Morlaco. Se le ocurrió pensar de repente en los secretos que se ocultaban entre aquellas luces. Cuántos serían… Cosas impensables.

Miserables, muchas.

Unas pocas quizá fuesen hermosas.

Gentes que, a cobijo del escrutinio de los demás, se transforman. Como Álvaro mismo.

¡Pero qué estaba pensando!

Aceleró el paso prestando simultáneamente atención a sus piernas, ordenando acción a sus músculos. Le satisfacía mucho que le respondiesen. El trayecto de ida le gustaba cubrirlo a paso rápido, casi como una marchadora. Al llegar al pie de Los Baños Del Carmen daba la vuelta, y entonces aflojaba el ritmo, procurando aspirar y empaparse durante su regreso del aire salino que venía a ráfagas de la oscuridad. Unos pocos ciclistas la sobrepasaban silenciosos, las parejas retozaban sobre el frío muro; hombres maduros de aspecto solitario se veían arrastrados literalmente por la vitalidad de sus perros. A esas horas, por el paseo marítimo siempre deambulaba una extraña fauna. Una buena parte de los rostros le resultaban familiares, aunque a veces le diesen miedo algunos de aquellos especímenes taciturnos con los que se cruzaba.

La oscuridad de los merenderos, cerrados durante la mayor parte del invierno, le sobrecogía un poco. Cuando pasaba junto a ellos, dirigía la vista a la carretera buscando las luces en movimiento de los vehículos. En cierta medida, la música le ayudaba a superar aquella aprensión; era como si las melodías y voces la hicieran sentirse fugazmente rodeada de luz y gente. Para ello bastaba que el piano de Allen Toussaint no dejase de sonar.

Al iniciar la vuelta, los ojos de Natalia se sintieron atraídos por la silueta lejana pero imponente de las cinco enormes grúas portuarias, con sus balizas rojas destellantes, como los ojos malignos de un dragón monstruoso, y sintió un ligero estremecimiento. La acera se había quedado casi desierta. Volvió la cabeza sin ver a nadie. Una figura masculina, corriendo a ritmo de jogging, venía hacia ella por la curva de Bellavista. Se sintió confortada porque esa presencia le pareció tranquilizadora. Por desgracia, la sobrepasaría muy pronto. Debería  enfrentarse, totalmente sola, a la zona de sombras que las triadas de grandes palmeras del borde del paseo generaban sobre la acera a esa altura. A Natalia no le gustaban nada las sombras. Era por los recuerdos que le evocaban, los recuerdos borrosos de cuando era muy pequeña. No había luz en ellos, sólo la estampa de un denso bosque de desolación desconocido, como si estuviese viendo la viñeta de uno de esos cómics tenebristas que describen reinos de leyenda aniquilados tras crueles batallas.

Y lo peor era la tristeza. Cuando se esforzaba en desentrañar las vivencias asociadas a sus recuerdos, una sensación de horrible desamparo la embargaba.

El perro la sobrepasó a buen paso. Zigzagueaba  olfateando el suelo, siguiendo el rastro quizá confuso de una hembra sin aparear. Iba la correa, tensada al límite, sofocando el ímpetu del animal.  Natalia vio mascullar algo inaudible al hombre llevado a rastras. Seguramente, pensó, se trataría de uno de esos reproches cursis que se suelen dirigir a las mascotas. «Hablan con ellos como si fuesen personas», murmuró para sus adentros 

La frente del hombre brilló al pasar, con la tenue luz reflejada de las farolas. Natalia tuvo una sensación de vacío, extraña y repentina, al verlo alejarse, como si al distanciarse inexorablemente, el mundo se quedase deshabitado de pronto. Un mundo que, sin lógica alguna, se tornaba así amenazador en su conjunto.

El álbum de Toussaint había dado paso a The Hunter, de Jennifer Warnes, uno de sus discos preferidos. Sin embargo, el tono melancólico de Pretending to Care era muy poco apropiado para revertir aquel desánimo suyo. Adelantó una canción y Whole of the Moon la puso a mil revoluciones por un momento.

Pero esa noche la luna había hecho todo lo posible por esconderse.

La respiración se le anudó durante un segundo. No obstante, pronto llegaría un joven corredor solitario, que venía hacia ella a trote ligero.  El ciclista volvió a pasar a su lado. Entonces el temor se desvaneció porque el vacío había sido llenado.




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