El Ciclista

7

—¡Me cago en toda su raza puta!—atronó Ramos, en cuanto se supo a resguardo del oído de su señoría.

Pasaba de la una de la madrugada y ambos habían subido al Smart. Podían tomarse un pequeño respiro al fin, un respiro de horas. Ahora el cuerpo de la infortunada pertenecía a Caldas hasta que le diesen sepultura.

De pronto Ramos se veía asediado por una gran pereza; más que pereza, fatiga, aunque no la de su cansancio natural  después de haber trabajado sin pausa durante dieciséis horas. Era una sensación distinta, como si hubiese envejecido de golpe veinticinco años, como si tuviese que enfrentarse solo a una montaña que no dejaba pasar la luz del sol. Sentía una especie de vértigo; ya le había ocurrido otras veces en situaciones parecidas a aquella («comenzar, comenzar», se decía; qué cuesta arriba se le hacía cada comienzo, era como volver a nacer, transitar por los temores irracionales de la infancia, experimentar otra vez sus fragilidades afrontándolas sin el vigor y la inocencia de una juventud que ya no volvería), sólo que ahora era peor, porque se sentía más aislado que nunca. Hacía tiempo que no disfrutaba con el trabajo, pero su única reacción había sido vigilar sus modales, sus gestos, disfrazarlos, con tal de ocultarlo a los demás. No debían saber que se había equivocado al elegir ser policía. Ramos no tenía claro cuál era su propósito al  confundir a sus colaboradores, haciéndoles creer lo que no era, sólo que «tenía que hacerlo»… 

Achicó los ojos, mirando sin ver las altas e indiferentes luces blancas de las farolas del paseo. Luego volvió a la realidad y suspiró con languidez: tenía que regresar  a sus obligaciones, pensar en el día después, decidir por dónde empezarían. Su deber era hacerlo cuanto antes. Se sorprendió al darse cuenta de que, inconscientemente, se había dado a sí mismo el pistoletazo de salida, diseñando mentalmente un plan para la mañana: enviaría un equipo a la playa a las ocho en punto para intentar dar con el arma. Si el desalmado se había deshecho del  cuchillo (o lo que fuese) allí, lo encontrarían y, con suerte, hallarían sus huellas en él. También, a lo largo de la mañana, volvería a hablar con los primeros en llegar: los dos jóvenes y la mujer. Puede que en el segundo interrogatorio aflorase algo que por el estado de shock inicial hubiese permanecido oculto. Acababa de cursar sus primeras órdenes: había ordenado a dos agentes que se quedaran vigilando el paseo y la playa en cuanto retirasen el cadáver.

Varios periodistas les habían abordado al traspasar las cintas, pero Ramos se los había quitado de encima con muy malos modales. Polonio, responsable de las páginas de sucesos de La Opinión de Málaga, estaba entre ellos. El malhumor de Ramos no hizo sino empeorar con el nuevo incidente. Eran amigos desde hacía años. Ahora, a sus inmediatas obligaciones, debería añadir una disculpa en privado.

Mientras caminaba en busca de su coche, Goyo procedió a limpiar el objetivo de la cámara y la metió dentro de la funda.

—Venga, te llevo —murmuró.

Ramos rechazó el ofrecimiento y dijo de llamar a un taxi. Era lo que hacía siempre para desplazarse dentro de la ciudad.

—Mañana tienes que darte un madrugón —repuso. Acto seguido hizo la consideración de que Goyo vivía en El Palo, en dirección contraria a la que él debía tomar.

Muriel dijo entonces que no le causaba ningún trastorno dejarle en su domicilio de la calle Alemania. Prácticamente le cogía de paso.

 El compromiso era volver a verse a media mañana. Todo el equipo, todos sin excepción. Goyo llamaría al resto, pero antes tenía que llevar el carrete a revelado. Muriel giró media vuelta el contacto para que las escobillas desalojasen la fina capa de agua que cubría el parabrisas. Pero no arrancó el motor. También él estaba agotado. Comenzaba a dolerle la cabeza, y cuando podía dejar de elucubrar sobre lo ocurrido un par de horas antes en la curva de Bellavista, se le representaba su cama, mullida y caliente. Y con ella, la preocupación de no despertar a Carolina y Ale. Eran demasiadas preocupaciones a la vez, para que no se cebase en él la odiosa jaqueca que había heredado de su madre. El tráfico era casi inexistente ya, aunque los policías locales no se habían movido de donde estaban, y las vallas seguían colocadas.

—¿Qué te ha dicho?

Ramos se retorció en el asiento, rechinando los dientes.

—¡Será vaca, la bola de sebo! ¡Me cago en su coño! ¿Sabes lo que se le ocurrido ahora? ¿No te lo imaginas, verdad?—Ramos estaba fuera de sí— ¡Ahora quiere remover el expediente de la viuda de Capuchinos, el de marzo de dos mil cinco! ¡De hace más de dos años y medio!

—¿Para qué?

—Y yo qué coño sé. Pregúntale tú.

—Eso ha sido por meterle el dedo.

—Sí, en el coño…  —De repente Ramos se puso como a considerar algo en lo que no había caído antes— ¿Como se las apañará ese chiri bailas para enchufársela?—murmuró, seriamente pensativo—  Como no sea que Bernardino le separe mientras los muslos con un torno…

Muriel se encogió de hombros, sonriendo. Imaginaba la brillante calva de Bernardino entre los pantagruélicos muslos de Caldas.

—Tranquilo, hombre. ¿Te vas a complicar más la vida? Dáselo, y ya está —propuso Muriel.

Ramos lo atravesó con la mirada.

—No, Fernando, ya está no. La buena de Amor Caldas no se conforma con el informe oficial. El que ya le di, por cierto… El que ya tiene, por cierto. Ahora, la buena señora necesita, para mañana, ¡antes de mediodía!, ¿eh?—estiró el cuello— todas las putas pesquisas que hayamos practicado durante este tiempo. Bien recolectadas, ordenadas y transcritas —graznó con retintín.

—Pues no hay —dijo Muriel—. Dile que has buscado y no has encontrado nada nuevo.

Ramos no respondió. Se limitó a respirar con fuerza.

—Joder, Gabriel… ¿Y qué hacemos con esto, lo dejamos pendiente?

—Venga, arranca.




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