El Ciclista

8

El entierro había sido fijado a las doce.

Luis Bernal estiró el cuello todo lo que pudo para no perder de vista ni un solo instante la boca de salida de la cinta de equipajes. Había tenido la suerte de encontrar plaza en el vuelo directo desde Ámsterdam, evitándose las molestas escalas en Madrid o Barcelona. Los aeropuertos le colmaban la paciencia, pero por desgracia formaban ya parte de su vida. Quizá, pensaba, le ocurría con los aeropuertos lo mismo que a algunos médicos les sucede con los hospitales, por los que sienten una inexplicable aversión. Toda una paradoja.

No viajaba a Málaga desde 2001, en primavera. Había sido un viaje de carácter oficial, además, con motivo de un congreso sobre asuntos de seguridad en el que habían participado delegaciones de veinticinco países (I Congreso Para La Seguridad Interior En Europa Y Nuevas Estrategias En La Lucha Contra Redes Delictivas, fue el pomposo nombre que habían pactado los organizadores con los países participantes). Apenas había tenido tiempo para visitar la ciudad durante aquellos cuatro agotadores días. La encontró entonces muy cambiada, respecto a cómo la recordaba de su paso por Coín, lo que no le extrañó, por supuesto. En lo poco que le dio tiempo a ver, la ciudad había dado un vuelco espectacular. Quizá, caviló, ahora tuviese tiempo de recorrerla a fondo.

La cinta estaba atestada de bolsos de viaje y maletas de todos los tamaños, formas y colores. Un grupo de turistas holandeses le había tomado la delantera. Todos eran más altos que él, de modo que debía hacer un esfuerzo suplementario para evitar que su trolley Samsonite de color rojo pasase de largo y diese otra vuelta completa. La comezón que le estaba carcomiendo por dentro, había comenzado treinta horas antes, con la llamada de Miguel Gaona. Aún le costaba creerlo. Le habían matado a la pequeña Natalia, su ángel de ojitos verdes, la adorable Lita. Tenía anudada la palabra en la garganta: «asesinada». Maldita sea, le hacía daño recordar la voz cavernosa de Miguelito. La memoria le había vaciado de golpe en el consciente todos sus recuerdos de 1981 en Coín. Las sobremesas en el Descanso, la niñita de Dora tomándole de la mano,  como un  padre sustituto, aunque le dijese «tito» con aquella risita de color esmeralda que se le había enredado en el corazón. Es curioso: Lita nunca había llegado a saber que se había metido en la cama de su madre pero era como si lo intuyese. Los niños poseen ese fantástico instinto para detectar a quienes los quieren. Y también perciben el amor y la atracción en los demás, aunque traten de ocultarlo. ¿Qué le diría a Dora? No tenía ni idea de cómo reaccionaría al verla. La relación que habían mantenido no terminó del todo bien. Su marcha a Sevilla hizo que no volvieran a verse. Así de sencillo, así de lógico y así de cruel. Era consciente de ello. Durante un tiempo le había telefoneado, principalmente para hablar con la niña. Eso tenía que reconocerlo, como reconocía que Dora no había ejercido ningún tipo de presión sobre él. A lo más que había llegado en los primeros meses, fue a decirle: «me gustaría verte». No era amor. Para ella había sido sólo deseo, cubrir una necesidad fisiológica,  una forma de renegar de aquella abstinencia convencionalmente forzosa. El marido de Dora había salido a comprar el AS con una maleta a rebosar dentro del coche y la totalidad de los ahorros guardados en un depósito a plazo fijo que había cancelado durante la mañana. Nunca volvieron a saber de él. Sin embargo, a nadie, salvo a la propia Dora, le pareció que aquello fuese una huida. Cundía en el pueblo la impresión de que regresaría en cualquier instante y todo el mundo daba por hecho que Dora estaba obligada a esperarle indefinidamente. Muchos no le perdonaron que desafiara aquella norma no escrita. Pero Dora no soportaba la soledad. Era del tipo de mujer que necesita tener cerca un hombre. Y a quién mejor que a un policía. Confiaba en ellos. Dora era de esas personas chapadas a la antigua que creen a rajatabla en la honradez de los servidores del orden público.

Poco a poco los nudos habían ido desatándose. Ni tan siquiera estaba al tanto de si había vuelto a casarse. Llevaba diecinueve años sin saber nada de ellos. En el avión pensó que quizá habría cambiado tanto como él, que quizá su aspecto fuese tan diferente a como la recordaba que, al verla, se sintiese como un completo extraño en su presencia. En cierta manera, sentía una morbosa curiosidad por descubrir qué emociones sería capaz de despertar el encuentro.

El móvil sonó, justamente cuando alargaba la mano derecha para recuperar su equipaje. En la pantalla apareció dentro de un cuadradito con marco rojo luminiscente  «Follador»

La megafonía del aeropuerto casi sepultaba la poderosa garganta de Miguelito. 

—¿Has llegado?

Las siguientes palabras le llegaron algo confusas.

—No te oigo bien. Espera —dijo Bernal aplastando el teléfono contra su oreja y concentrando toda su atención en el pequeño altavoz.

Miguel, locutor de la radio local de Coín, Follador para los amigos como Bernal, insistió:

—¿Dónde estás? ¿Me oyes ahora?

—Sí, sí —contestó Luis, tirando del trolley en dirección a la salida. Sin detenerse,  giró la maleta para empujarla en vez de arrastrarla, y estiró la mano que sujetaba el asa. Faltaba media hora para el funeral. Eso decía su reloj.

—¿Pero dónde estás?—repitió Miguel

—Saliendo del aeropuerto.

—Todavía tienes tiempo. Si no hay mucho tráfico, claro.

—Ahora hablamos —Bernal plegó su Samsung, indagando al mismo tiempo con la vista sobre cuál de aquellos taxis blancos en fila india le llevaría al tanatorio.

Parlanchines y siesos. Eran las dos categorías de taxistas que Bernal había establecido en su universo particular (su proceso mental se basaba en esa clase de automatismo: categorizar, catalogar, clasificar todo cuanto veía). Le había tocado en suerte uno que hablaba por los codos, y no estaba de humor.




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