17 de abril de 2003.
La noche se había asentado sobre el bosque como un manto oscuro y silencioso. La luna llena se filtraba entre las ramas de los árboles, iluminando tenuemente el sendero que conducía a una pequeña cabaña de madera. El ulular de los búhos resonaba en la tranquilidad de la noche, y el crujir de las hojas secas bajo el peso de los animales nocturnos componía una sinfonía inquietante.
Dentro de la cabaña, la luz de las lámparas brillaba con calidez, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de madera. Una joven mujer, de largos cabellos castaños y ojos llenos de dulzura, sostenía con ternura a un bebé en sus brazos. Sus delicadas manos acariciaban la pequeña y suave mejilla del niño, mientras una sonrisa de amor absoluto se dibujaba en su rostro.
—Mi amor, es hermoso... —susurró ella, con la voz cargada de emoción.
A su lado, un hombre de porte imponente, alto y musculoso, con cabellos oscuros y ojos de un azul profundo, observaba a su familia con orgullo. Sostenía al bebé con una destreza natural, como si aquel pequeño ser fuera el tesoro más valioso del mundo. Sin embargo, la paz que reinaba en la cabaña pronto se vio perturbada por la expresión de inquietud que se apoderó del rostro de la mujer.
—Cariño, ¿Qué te pasa? —preguntó él con suavidad, frunciendo el ceño al notar su ansiedad.
—Tengo la sensación de que algo malo va a suceder... —susurró ella, abrazándose a su esposo con fuerza.
El hombre depositó un beso en su cabello, tratando de disipar su temor.
—No te preocupes, siempre vamos a estar juntos —le aseguró, rodeándola con sus brazos—. Nadie nos separará.
Pero justo en ese instante, un golpe seco resonó en la puerta, haciendo eco en la quietud del bosque. Ambos jóvenes se separaron, el corazón de la mujer latiendo con fuerza desbocada en su pecho. El hombre se adelantó con cautela, su instinto le advirtió que algo no estaba bien. Tomó una profunda bocanada de aire antes de abrir la puerta.
Allí, de pie bajo la luz de la luna, se alzaba una figura sombría. Era un hombre de edad avanzada, de semblante severo y una frialdad aterradora en sus ojos oscuros.
—Señor Lorenzo... —susurró el joven, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda—. ¿Qué hace usted aquí?
El hombre mayor esbozó una sonrisa cruel.
—Killian, me has traicionado... —pronunció con un tono de hielo puro—. Y eso se paga muy caro.
Antes de que el joven pudiera reaccionar, Lorenzo sacó una pistola de entre sus ropas y apuntó sin titubear.
—¿Qué harás? —inquiró Killian, dando un paso atrás instintivamente.
—¿Eres más imbécil de lo que pareces? —respondó con sorna el hombre—. Los voy a matar.
—¡No, por favor! —gritó Killian, con la mirada desesperada puesta en su esposa, que observaba la escena con el rostro pálido y los ojos desorbitados.
Sin piedad, el viejo apretó el gatillo. Un disparo. Luego otro. La joven cayó al suelo, con su bebé entre los brazos. Un tercer disparo alcanzó a Killian en el corazón. Su cuerpo se desplomó, mientras un dolor abrasador le atravesaba el pecho.
Pero algo imposible ocurrió.
La herida comenzó a brillar con una luz tenue, como si su carne ardiera con fuego sagrado. Lorenzo dio un paso atrás, su rostro reflejando puro asombro y horror.
—No puede ser... —musitó con voz entrecortada—. ¡Es un inmortal!
Aprovechando la confusión, el hombre mayor se apresuró y tomó al bebé en sus brazos. Con una rapidez inhumana, desapareció en la noche, dejando atrás a un Killian agonizante.
Cuando el joven finalmente despertó, solo quedaba el eco del viento y el vacío devastador de su pérdida. Con el corazón destrozado, sosteniendo el cuerpo inerte de su esposa entre sus brazos, sintió un ardor oscurecer su alma.
—Juro por mi esposa y por mi hijo que me vengaré... —susurró, con la voz ahogada por el dolor—. ¡Lo juro!
En otro lugar...
Lorena Sánchez se encontraba sentada en una sala de espera blanca y fría. Su pierna temblaba de los nervios mientras su corazón palpitaba aceleradamente. Minutos después, una enfermera la llamó.
—Señorita Sánchez, puede pasar.
Entró al consultorio y se sentó frente a la doctora, quien la observó con una expresión de lástima tras ajustar sus gafas.
—Doctora... ¿tengo algo grave? —preguntó, sintiendo su estómago encogerse.
La doctora suspiró.
—Lo siento mucho... pero tienes una enfermedad muy grave.
El mundo pareció detenerse. Su garganta se secó y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Hay una cura?
—Solo una —murmuró la doctora—. Pero es casi imposible... Necesitas encontrar un inmortal que tenga tu mismo tipo de sangre.
Lorena se echó a reír, incrédula.
—¡Eso es absurdo! Los inmortales no existen.
La doctora la miró fijamente.
—Si no los encuentras en seis años, morirás.
El corazón de Lorena se detuvo por un instante.
—Tienes cáncer... Y si empiezas a sangrar por la nariz o la boca, significa que te queda menos tiempo del que crees. Corre... y encuéntralo.