17 de abril de 2003.
El bosque respiraba silencio. Las copas de los árboles crujían suavemente bajo el susurro del viento, como si el mundo entero se preparara para contener el aliento. La luna, oculta tras un manto de nubes, apenas arrojaba luz sobre el sendero estrecho que conducía a una vieja cabaña de madera, apartada del mundo. Allí, entre sombras, una familia vivía su momento más feliz… sin saber que sería también el último.
En el interior, la calidez del fuego iluminaba las paredes de madera y el suave crujido de las llamas se mezclaba con la respiración pausada de un recién nacido.
—Es perfecto —susurró Andrea, acunando al bebé contra su pecho. Tenía la piel pálida y luminosa, como porcelana, y sus ojos verdes brillaban con ternura mientras miraban a su hijo.
Killian la observaba desde la otra punta de la habitación, apoyado contra el marco de la puerta, con una sonrisa apacible que rara vez se permitía mostrar. Alto, de hombros amplios y rostro sereno, parecía fuera de lugar en un ambiente tan doméstico. Pero ahí, en ese instante, parecía completo.
Se acercó y rodeó a Andrea con los brazos. El bebé, Ángel, emitió un pequeño quejido, como si reconociera el calor de ambos.
—No puedo dejar de pensar en lo afortunado que soy —dijo Killian, apoyando la frente contra la de su esposa—. Ustedes son mi todo.
Andrea le acarició el rostro, pero su expresión se ensombreció por un instante. Un presentimiento oscuro le recorrió la espalda como una corriente helada.
—Killian… tengo un mal presentimiento. No sé por qué, pero siento que algo malo va a pasar.
Él le besó la frente suavemente.
—No pasará nada. Aquí estamos seguros. Nadie nos va a encontrar.
Pero no era verdad. Killian lo sabía. Por dentro, la preocupación lo devoraba. Había pasado años huyendo, ocultando su verdadera naturaleza, alejándose de quienes alguna vez compartieron su inmortalidad. Había traicionado a alguien muy poderoso… y esa traición tenía un precio.
Andrea lo miró como si pudiera leer sus pensamientos.
—¿Hay algo que no me hayas dicho?
Killian iba a responder, cuando un golpe seco en la puerta los hizo estremecer a ambos.
Toc, toc, toc.
Tres golpes, firmes. Autoritarios. No era un visitante perdido. Era alguien que sabía exactamente dónde estaba.
Killian dejó escapar una maldición entre dientes y le entregó el bebé a Andrea.
—Quédate con Ángel. No digas nada, no hagas ruido. Pase lo que pase, no abras la puerta.
—¿Quién es? —susurró ella, aterrada.
—No lo sé… pero lo voy a averiguar.
Se acercó lentamente a la puerta. Cada paso que daba sentía el corazón latiéndole en los oídos. Sabía que esa noche iba a llegar, pero había esperado tener más tiempo… más vida.
Cuando abrió la puerta, una sombra alta y vestida de negro lo esperaba al otro lado. Su rostro era familiar, pero no amigable. Ojos fríos, manos enguantadas, y un aura de violencia contenida. No era Lorenzo, el traidor que lo marcó para siempre, pero sí uno de los suyos. Un viejo conocido del pasado.
—Killian —dijo el hombre con una sonrisa torcida—. Qué bonito cuadro familiar. ¿Creíste que podías esconderte para siempre?
—¿Quién te envió? —la voz de Killian se endureció, aunque no perdió la compostura.
—¿Hace falta que lo diga? Todos sabemos lo que hiciste. La traición no se olvida.
Killian dio un paso atrás, manteniéndose entre la puerta y el interior de la casa.
—Lárgate. No tienes nada que buscar aquí.
El hombre sacó lentamente un arma. Un revólver antiguo, de cañón largo, decorado con grabados que Killian reconoció al instante: era un arma de ejecución, usada entre los inmortales para sentenciar a aquellos que habían quebrado el pacto.
—Tu muerte está firmada, Killian. Pero no vine solo por ti.
Antes de que pudiera reaccionar, el hombre lo empujó con una fuerza sobrehumana, lanzándolo dentro de la cabaña. La puerta se abrió de par en par y Killian cayó de espaldas al suelo, aturdido.
Andrea gritó, sujetando al bebé con fuerza.
—¡No! ¡Por favor, no!
El atacante apuntó directamente hacia ella. Sin pensarlo, Killian se lanzó hacia él... pero no fue lo suficientemente rápido.
¡BANG!
El disparo atravesó el pecho de Andrea. Su cuerpo se desplomó al suelo como una flor cortada antes de tiempo. El bebé cayó con ella, llorando desesperadamente.
—¡ANDREA! —gritó Killian, sintiendo cómo algo dentro de él se quebraba irremediablemente.
Intentó alcanzarla, pero el hombre disparó de nuevo.
¡BANG!
El segundo disparo impactó directamente en su pecho. Killian sintió cómo el mundo se apagaba. Cayó sobre sus rodillas y luego de lado, con la visión nublándose lentamente. Pero algo no estaba bien.
No sentía el frío de la muerte.
No sentía el corazón detenerse.
Sentía dolor… y eso era lo raro.
El atacante, sorprendido, lo observó con el ceño fruncido.
—¿Qué…? Deberías estar muerto.
Killian miró su pecho. La sangre cubría su camisa, pero debajo de ella… la herida comenzaba a cerrarse, lentamente, como si nunca hubiera estado ahí.
El asesino retrocedió con los ojos abiertos de par en par.