El Clan de los Inmortales: La elegida.

Capítulo 4: Ecos del Pasado

La fuente seguía su danza hipnótica, lanzando destellos de luz en el rostro del extraño mientras Lorena no apartaba la mirada de él. Algo en su presencia la inquietaba, pero al mismo tiempo, despertaba una fuerza dentro de ella. Había estado rodeada de médicos, estudios y desesperanza por tanto tiempo, que ese simple atisbo de “algo más” la mantenía en pie.

—¿Quieres respuestas? —repitió él, clavando su mirada en ella—. Entonces tendrás que hacer algo más que buscar a un inmortal. Tienes que estar dispuesta a pagar el precio.

Lorena tragó saliva. El viento acarició su cabello, y por un segundo, se sintió como si el mundo se hubiera vuelto más pequeño, como si solo existieran ella y él.

—¿Y cuál es ese precio? —preguntó.

Él no respondió de inmediato. Miró la fuente, como si viera algo oculto entre las gotas de agua. Luego, se volvió hacia ella.

—La verdad. Una verdad que puede romperte. Que puede alejarte de todo lo que crees conocer. Incluido Killian.

El nombre de Killian en su boca sonó distinto. No con desprecio, ni con admiración, sino con una familiaridad que le heló la sangre.

—¿Lo conoces? —Lorena no podía disimular su sorpresa.

—Hace años —respondió con voz grave—. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que si él no quiere ayudarte… hay otros.

Lorena parpadeó. ¿Otros? ¿Había más como él?

—¿Eres... uno de ellos? —preguntó, con cautela.

—Digamos que soy alguien que también ha sido marcado por la eternidad. —La mirada del hombre se volvió distante, como si recordara algo reciente y doloroso—. Pero a diferencia de Killian, yo no cargo con tanta culpa.

Lorena frunció el ceño.

—¿Qué culpa?

Él sonrió de lado.

—El tipo de culpa que no se borra en cuatro años. El tipo de culpa que viene de perderlo todo… por confiar en la persona equivocada.

Lorena sintió que un hilo invisible comenzaba a entrelazarla a algo más grande, algo que ni siquiera había imaginado.

—¿Por qué me dices esto? ¿Qué quieres de mí?

El hombre no respondió de inmediato. Se incorporó lentamente, mirándola desde arriba.

—Porque el tiempo no está de tu lado. Y porque Killian no es el único inmortal que puede ayudarte… pero sí es el único que puede destruirte.

Y sin más, se alejó, desapareciendo entre las sombras de la plaza como si nunca hubiera estado allí.

Lorena se quedó inmóvil, con el corazón latiendo desbocado. Todo su cuerpo temblaba, no de frío, sino de inquietud. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué sabía de Killian? ¿Y por qué hablaba como si todo estuviera predestinado?

Mientras tanto, en otro rincón de la ciudad…

Killian estaba de pie frente a un espejo antiguo. La luz de la lámpara apenas iluminaba sus rasgos afilados, pero en sus ojos brillaba algo que no se veía desde hacía mucho tiempo: duda.

Nicolas se había ido hace poco, pero sus palabras seguían retumbando en su mente. “No puedes escapar de lo que eres.”

Cerró los ojos.

Las imágenes vinieron solas: el rostro de su esposa, manchado de sangre. El llanto de su hijo. El disparo. La muerte. Y luego… nada. Solo el dolor. El vacío.

El sonido de su teléfono lo sacó de su trance. Lo miró: un número desconocido.

No respondió. No podía. No quería hablar con nadie. Pero sabía que todo estaba cambiando, que la presencia de Lorena estaba despertando memorias que había intentado sepultar desde hacía apenas cuatro años.

Se levantó, cruzando la habitación hasta un viejo baúl en el rincón. Sacó una caja de madera tallada a mano. La abrió con cuidado.

Dentro había una pequeña cadena de plata con una medalla que alguna vez colgó del cuello de su hijo. La acarició con la yema de los dedos. El metal, aunque frío, parecía latir como si tuviera vida.

—A veces me pregunto si aún estás vivo... —susurró al aire.

Su voz se quebró al final. El dolor seguía ahí. A flor de piel.

La noche se deslizaba sobre la ciudad con una calma engañosa. El cielo, gris y estancado, parecía una advertencia más que una tregua. Lorena caminaba sin rumbo fijo, todavía con el eco de aquella conversación con Killian vibrando en su mente. Había algo en él, algo roto… pero también algo poderoso. Y ella lo necesitaba. No solo por su enfermedad, sino por una verdad que sentía colgando entre ambos, como un hilo invisible que los unía desde antes de conocerse.

Tras pasar por la cafetería y encontrarse con aquel extraño de mirada inquietante, Lorena volvió a pensar en Killian. En su rechazo. En sus ojos cuando la miró. No era indiferencia. Era dolor.

Más tarde esa noche…

El apartamento de Killian estaba en penumbra. Las cortinas cerradas, la única luz provenía de una lámpara junto al sillón. Killian estaba sentado, con una copa de vino entre los dedos y la mirada perdida. No había música, ni televisión, solo silencio. Hasta que escuchó tres suaves golpes en la puerta.

—Killian —dijo la voz de Lorena desde el otro lado—. Soy yo.

Él no respondió de inmediato. Dudó.

Finalmente, abrió.

Ella estaba empapada por la llovizna que había comenzado a caer de nuevo. Su cabello pegado al rostro, la respiración agitada. Pero sus ojos… sus ojos brillaban con una determinación que lo desarmó.

—Necesito saberlo —dijo ella, sin esperar invitación—. No más excusas. Quiero la verdad.

Él abrió paso en silencio. Lorena entró sin pensarlo dos veces.

—¿Sobre qué verdad hablas? —preguntó Killian, sin mirarla aún.

—Sobre ti. Sobre lo que eres. Sobre por qué tienes miedo. Porque eso es lo que siento, Killian. No es indiferencia. Es miedo. Dolor. ¿Qué te hizo así?

Él apretó la mandíbula. Dio un trago largo de vino. Y por primera vez, su mirada se quebró.

—¿Tú quieres saber quién soy, Lorena? Está bien. Te lo diré. Pero no me pidas que suavice nada. Esta historia no tiene finales felices.

Ella no se movió. Se sentó en el sillón frente a él y esperó. Entonces, Killian comenzó a hablar.




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