El Club de las Ánimas

Capítulo 04. Los favores son la posesión más valiosa

El Club de las Ánimas

Por
Eliacim Dávila

Capítulo 04
Los favores son la posesión más valiosa

Una vez que salieron del salón, todo se volvió mucho más calmado, y Lloro se tranquilizó por completo. Roja las guió por un amplio pasillo con ventanales de un lado que daban al jardín, y algunas pinturas al óleo colgadas del otro (la mayoría de la propia Roja). 

—Entonces, ¿todo esto es suyo? —le susurró Lloro despacio a Eulalia, pero al parecer no lo suficiente pues su guía la escuchó claro y le respondió primero.

—Ahora lo es —señaló Roja contenta—. Se podría decir que lo gané como pago por daños y perjuicios.

—Entiendo —susurró Lloro, mintiendo—. Es un lugar muy bonito…

—Gracias. Se podría decir que lo hice yo misma.

Al final del pasillo se encontraba una puerta de madera con un letrero al lado que rezaba en letras rojas: “Administración General.” Similar a cómo Eulalia había hecho en su departamento, Roja colocó su mano sobre la perilla unos momentos,  la puerta se abrió por sí sola y las luces del interior se encendieron.

—Pasen, por favor.

El despacho no era muy amplio, pero estaba bien decorado con una alfombra, un elegante escritorio de caoba, un librero con varias repisas detrás de éste, y algunas pinturas y fotos colgadas de las paredes. Unas puertas de cristal del lado derecho parecían que también daban al jardín.

Según lo que Lloro sabía de lugares como ese, creados en base a la memoria de su ocupante, lo más seguro era que la apariencia real de esa habitación distara mucho de lo que veían. De hecho, si se enfocaba lo suficiente en un punto, quizás sería capaz de ver un poco el cuarto encerrado, con sus cajas apiladas y sus telarañas. 

—Siempre he admirado a los no-vivos que hacen que su nombre y presencia se haga notar —recitó Roja mientras ingresaban al despacho—, especialmente a aquellos que son mis paisanos. De hecho…

A mitad de su camino al escritorio, Roja tomó una desviación hacia la pared izquierda, en concreto hacia una de las fotografías ahí colgadas. Se paró justo delante de ésta y la señaló orgullosa.

—Mira, esta foto tuya me la dieron como pago por otro favor hace tiempo —explicó, tomando por sorpresa a sus dos visitantes—. Es por ella que te reconocí en cuanto te vi.

—¿Una foto?, ¿mía? —Exclamó Lloro confundida, y ambas visitantes se acercaron para verla de cerca.

La foto era básicamente la imagen de una calle empedrada y oscura, apenas alumbrada con las tenues luces mercuriales. Y en el mero centro de ella se encontraba un manchón blanco y alargado, que a simple vista parecía neblina o un desperfecto en la foto. Pero, mientras más lo mirabas, más se distinguía la forma de una persona encorvada. Y en el caso de Lloro, precisamente reconoció que esa persona encorvada no era otra más que ella misma.

—¡Oh!, saliste muy bien, Lloro —señaló Eulalia con emoción—.  Casi se distingue tu silueta.

—No recuerdo cuándo fue eso... —musitó La Llorona, avergonzada.

Roja se volvió de nuevo al escritorio y lo rodeó para sentarse en la silla alta de terciopelo del otro lado, que casi asemejaba a un trono. Antes de sentarse, sin embargo, centró su atención en una caja de madera sobre una de las repisas. Pasó sus dedos sutilmente sobre su tapa, y entonces la tomó y la colocó sobre el escritorio a un lado. La caja tenía la forma de un pequeño cofre, y tenía relieve de calaveras en su tapa y costados.

—Entonces, ¿para qué soy buena? —Preguntó La Dama de Rojo, sentándose ya en su silla y cruzándose de piernas.

—¿Cómo? —Susurró Lloro, confundida.

—Que cuál favor me quieres pedir, Lloro. Pero siéntense, chicas; por favor.

Roja extendió su mano hacia el frente, y en un parpadeo dos sillas, más modestas que la suya, aparecieron justo delante del escritorio, una enfrente de cada una de sus visitas. Sin decir nada, Eulalia y Lloro aceptaron la invitación y tomaron asiento.

—¿Entonces? —Insistió Roja, mientras aspiraba un poco de humo de su boquilla.

Lloro se viró algo insegura hacia Eulalia. Ésta le sonrió, y con un movimiento de sus manos le indicó que podía avanzar con confianza. Lloro suspiró, y con su cabeza agachada dijo:

—Quería ver si de alguna forma podría ayudarme… a encontrar a mis hijos…

—¿Tus hijos? —Exclamó Roja, un poco confundida al inicio, pero de inmediato pareció entender—. Claro, tus hijos, los de: “¡ay, mis hijos!”; todo un clásico, por cierto. Aunque si te soy sincera, creía que era sólo una frase característica y pegajosa; no pensé que realmente estuvieras buscando a tus hijos.

—Ah… —Balbuceó Lloro un poco, insegura sobre cómo responder a eso. ¿Era aquello un halago o…?

Eulalia, al notar la desorientación en su acompañante, decidió intervenir. 



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En el texto hay: humor, fantasmas, mexico

Editado: 06.10.2022

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