El Club de las Ánimas
Por
Eliacim Dávila
Capítulo 07
Fue todo un éxito, ¿verdad?
Diego, Juan y Ernesto eran tres amigos de doce años que una cálida noche de verano tenían una pijamada en la casa de Ernesto. Vivían en un pequeño pueblo, cerca de un terreno boscoso al sur y de unas altas montañas al norte. Los padres de Ernesto habían ido a una boda, y los tres niños tuvieron el privilegio de quedarse solos toda la noche; un sueño hecho realidad a esa edad.
Los planes de los muchachos para la noche eran bastante normales: pizza, videojuegos, quizás alguna película de terror si aguantaban hasta tarde. Y en un inicio todo parecía ir justo en esa dirección, pero el calor de la noche los tenía bastante incómodos. El cuarto de Ernesto no tenía aire acondicionado, y sólo contaban con dos abanicos viejos que parecían soltar más aire caliente que refrescar.
Diego fue el primero en expresar abiertamente su absoluta inconformidad. Una vez que terminó su última partida (en la cual Digo había quedado en último), y estando los tres con sus cuerpos pegajosos casi adheridos a los asientos delante del pequeño televisor de Ernesto, Diego soltó su control al suelo, profirió una maldición al aire y dijo:
—¡Ya no puedo más! Vamos al arroyo o meto mi cabeza a tu congelador, Ernesto.
—¿A esta hora? —Exclamó Juan con sus ojos pelones al oír tal propuesta.
El arroyo no estaba muy lejos de la casa de Ernesto; posiblemente unos diez a quince minutos caminando. Era pequeño, pero tenía la ventaja de siempre tener agua fresca, y por lo mismo los niños del pueblo acostumbran ir a refrescarse a él cada vez que podían… pero no de noche. Afuera estaba totalmente oscuro; ocuparían al menos un par de linternas para ver el camino. Además de que no había ningún adulto para que los pudiera acompañar.
—Mis padres no están, y aunque lo estuvieran no me dejarían —intentó excusarse Ernesto. Tanto Juan como él tenían evidentes dudas, pero Diego siempre había tenido más don de mando sobre sus amigos.
—¿Qué no se están derritiendo también? Está aquí en corto; vamos y venimos en menos de una hora. No sean niñitas cobardes. Si no vienen voy yo sólo.
Y sin más, Diego se paró y se dirigió a la puerta. Juan y Ernesto sólo vacilaron unos momentos, pero al final terminaron siguiendo a su amigo sin chistar más. Bueno, en realidad durante el camino sí intentaron convencerlo de regresar, pero él no los escuchó. Había otro motivo por el que Juan y Ernesto no querían ir a ese sitio a esa hora, más allá del permiso o la oscuridad. Sin embargo, ninguno se atrevía (aún) a decirlo en voz alta, por temor a recibir las burlas de los otros.
Había luna, así que el camino estaba bastante iluminado. Aun así, fueron con linternas y sus celulares marcando todo el camino hasta el pequeño arroyo. Como era de esperarse, Diego fue el primero en correr con emoción hacia él. Dejó sus zapatos y calcetines en la orilla y metió sus pies descalzos al agua fría, que en otro momento le hubiera parecido desagradable, pero esa noche lo sentía como gloria. Tomó también agua con sus manos y se remojó su sudada cara y cabello.
—Vamos, ¿qué esperan? —Les gritó Diego a sus dos amigos que estaban tiesos como tablas en la orilla. Ernesto y Juan se miraron el uno al otro, y sin decir nada decidieron imitarlo.
Ya estando los tres en el agua, y con las linternas en la orilla alumbrándolos, empezaron a refrescarse y a jugar un poco con ella. Sin embargo, Ernesto y Juan seguían nerviosos, sobre todo éste último.
—No creo que debamos estar aquí tan noche —musitó Juan, casi temblando, y no porque le hubiera comenzado a dar frío.
—¿Qué ocurre?, ¿te da miedo? —musitó Diego con tono burlón.
—Hablo enserio —espetó Juan con tono sólo un poco más seguro—, dicen que algo se aparece en este sitio durante las noches.
—¿Algo cómo qué? —Bufó Diego, restándole importancia.
Juan balbuceó un poco, pero al final no dijo nada.
—Una mujer de vestido negro, y rostro pálido y demacrado —respondió de pronto Ernesto en su lugar, tomando a sus dos amigos por sorpresa—. Yo también lo escuché. Dicen que te acecha desde abajo del agua, y de repente surge y te grita en la cara abriendo su mandíbula grande como si quisiera morderte la cara con sus afilados dientes.
—¡Eso último no lo sabía! —Exclamó Juan, ahora más asustado que antes.
—¿Una mujer de negro acechando desde abajo? —Rio Diego—. Qué babosos, ¿no ven que el agua no nos llega ni a las rodillas? ¿Cómo va a estar alguien viéndonos desde abajo? Por favor…
El chico estaba bastante confiado y enfocado en sus palabras, que no reparó en la oscuridad la mancha negra que se comenzaba a formar en el agua justo detrás de él. Sin embargo, Juan y Ernesto sí lo notaron.
—Die… Diego… —tartamudeó Juan nervioso, señalando hacia atrás pero su amigo no lo escuchó.
—Los dos han estado viendo muchos videos de terror, niñitos.
—Di… Di… Die… go… —pronunció Ernesto incluso más nervioso y pálido que Juan, pues aquella mancha negra comenzaba a alzarse lentamente, tomando forma a espaldas del chico.
Editado: 06.10.2022