El Código Luis

2. UNA PUERTA A LO DESCONOCIDO

Pasaba horas escuchando mis canciones favoritas, tratando de descifrar las letras y la magia que se escondía detrás de cada nota. Pero fue una mañana soleada de lunes cuando mi obsesión musical me llevó a un lugar completamente diferente: la biblioteca. El sábado anterior mi mamá me dio un folleto de una biblioteca popular (en lo referente a las bibliotecas populares como concepto fundadas por Sarmiento en Argentina cien años antes, pero siempre en lucha por reconocimiento) ya que ella sabía yo estaba en búsqueda de los libros que habían inspirado a una de mis bandas musicales favoritas así que, al salir del colegio, me fui directo al Centro Integrador Comunitario donde la biblioteca funcionaba compartiendo sala con clases de computación.

Dicen que los niños (y yo le agrego, jóvenes, adultos y adultos mayores también) deben vivir la mayor diversidad de experiencias posibles con tal de encontrar cuál es su talento, propósito o intereses. Ese día pude dar con el mío: los libros. Ese espacio donde los mundos de ficción eran algo lícito, algo bien visto, algo que tomaba forma en belleza hecha papel y la oportunidad de compartir con gente que amaba los mundos alternativos tanto como yo, sin ser consciente en ese entonces que amaba la lectura con mi vida.

A su manera el lugar era perfecto.

No, no era un edificio imponente de piedra como en las películas o de las que vemos en internet, no era de esos pasillos que parecían contener infinitas posibilidades dentro de sus paredes. Tampoco de esos históricos espacios donde al entrar, el olor a papel viejo y tinta te envuelve, sino unas seis o siete estanterías ancladas contra una sola pared al final de una sala donde gente adulta tomaba clases para aprender a usar Word. Y en la última computadora de la esquina estaba la primera bibliotecaria que conocí alguna vez quien tampoco era de esas señoras enojonas de la película, sino que era muy amable, delgada y bajita. Me sonrío, me hizo socio por apenas dos o tres pesos que costaba la inscripción y me señaló dónde estaban los libros que quería. Dios, ese chico adolescente estaba en la cúspide de la felicidad.

Literalmente descubrí un mundo de superhéroes y superheroínas, de esos que te narran infinitas posibilidad de, ya no escapar de la realidad, sino para tenerlas herramientas para interpretarlas, para cambiarla y crearla como consideres que sería mejor.

Un libro me llevó a otro y a otro y a otro. Juro que me sentí poderoso. Al decir de Margaret Atwood “Una palabra unida a otra y a otra es poder”. Quizá sea de ese modo.

Finalmente, después de lo que parecieron horas de búsqueda, regresé al libro que buscaba: Crepúsculo. Recuerdo solo tenían este y Luna Nueva: el primero con un diseño muy bonito de dos manos sosteniendo una manzana bien roja y el segundo, un tulipán manchado con sangre. Opté por el primero (¡que para mi sorpresa tenía unas quinientas páginas!) y me lo llevé prestado por un precio de ganga.

Juro que ni de niño en una juguetería me sentí tan feliz.

 




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