Leídos el primer y segundo tomo de la saga, llegó la película que la vi con un CD trucho, pero la llegada de la segunda entrega la vi en el cine con pochoclos riquísimos entre manos y, esta vez, amigas con las cuales fuimos a hacer una fila de horas como quien va a un concierto para ser de los primeros en entrar a la sala. Creo que estos hechos solo pasaban con Crepúsculo y con Harry Potter porque desde entonces no volví a ver que algo así ocurra.
Retomando: tocaba leer el tercer tomo, pero al biblioteca no lo tenía y había que esperar hasta la compra del año siguiente ya que los subsidios nacionales para comprar libros se otorgaban solo una vez al año.
Así, decidido a obtener el tercer tomo de la saga que tanto anhelaba, me embarqué en una misión personal: conseguir el dinero necesario para comprarlo. En aquel entonces, ¡sesenta y seis pesos! Si supiera ese Luis que hoy está en diferentes ediciones que la más barata nueva cuesta alrededor de viente mil.
En fin ya habré tenido unos trece y sabía que tendría que esforzarme para alcanzar mi objetivo, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para tener ese libro entre mis manos.
Mi familia tenía desde que cumplí los once, una tienda de ropa a la cual iba más bien a molestar y a aprender o ver cómo se atiende.
En ese entonces, conversé con mis padres sobre mi necesidad de hacerme de efecto y me ofrecieron la oportunidad de trabajar en el negocio familiar los fines de semana junto a mi hermana mayor: yendo en los horarios que corresponden al levantar la persiana y al bajarla, primero por las tardes de los sábados y los domingos al mediodía, luego tomó otro ritmo la cosa, pero así empezamos.
Acepté con entusiasmo, sabiendo que cada peso que ganara me acercaría un paso más a mi meta.
Así fue que empezó el trabajo, inclusive días en la mañana que salía antes de mediodía, iba a la tienda para reemplazar a mi madre la última hora y media así ella volvía a casa a hacer el almuerzo y yo me quedaba hasta que mi papá salía de su trabajo y llegaba a cerrar el negocio. La labor iba desde tareas sencillas como organizar estanterías, ponerle talles a la ropa, controlar los probadores, atender clientas o pararme en la puerta mirando hacia afuera. Me esforcé al máximo para demostrar mi dedicación y ganar el dinero suficiente.
Lo cierto es que un día, llegué a cincuenta pesos y para aquel momento, en mi mente, el libro costaba cincuenta y nueve, por lo cual le encargué a mi hermana un día que fue al centro, si podía pasar por una librería y comprármelo; le pediría prestado la diferencia. Ella aceptó, pero al regresar, valía sesenta y seis, pero aún así me lo compró y me regaló la plata que implicaba la diferencia.
“Eclipse” ya estaba en mis manos. ¿Se puede hacer tan feliz a un chico con un libro de seiscientas páginas que habla sobre vampiros, hombres lobos y amores no correspondidos? Lo estaba descubriendo.
Un lazo rojo cortado en el extremo y la palabra “eclipse”, es decir, ningún eclipse en la portada, tampoco en la trama, pero en la lectura descubrí otra cosa. La poesía, el valor puro de la palabra que llega hasta el final del sentido. Era una metáfora, “Crepúsculo” también lo era en su título y en su cubierta, “Luna Nueva” también y la cuarta y última parte que venía también lo implicaba. “Amanecer” con la reina al frente en un tablero de ajedrez en la portada me llamaba con ansia en una edición bellísima de casi mil páginas y un coste brutal que, añadido a la inflación local, me costaría muchísimo poder comprar.
Y llegó más tarde a mis manos sin poner un solo centavo. ¿Crees en la Ley de Atracción?
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Editado: 05.04.2024