El corazón del Dragón Dorado

Capítulo XII

No recordaba cuánto tiempo había pasado. Cuántas lunas había estado sucumbido por la fiebre y la embriaguez. Cuánto tiempo había desperdiciado con los ojos cerrados, inconsciente, exento de la realidad. Tan solo le quedaba el consuelo de que sus aliados hubieran llevado a buen puerto el rumbo de sus deseos, de su sed de poder.

Ludcian, a su pesar, abrió los ojos con lentitud, suspirando con repentino cansancio. Los rayos del astro rey se colaban por entre los gruesos visillos de la ventana. En el acto, le dolió la vista de tan solo presenciar la luz, por lo que bajó los párpados con cierta frustración opacada por el dolor. Se concentró en sus extremidades, pretendiendo inútilmente ignorar el hecho de que le hacían falta un montón de energías, de que el cuerpo estaba agarrotado y los músculos sin brío alguno.

Sus manos ardían inhumanamente. Sentía un agudo dolor que le había entumecido hasta los huesos. La carne viva palpitaba al mismo ritmo de su corazón con cada segundo que pasaba, asimilando la atroz curación a la que se había sometido por voluntad propia.

Entonces, comenzó a recordar cada escena de lo ocurrido. Ludcian reprimió un escalofrío.

Había llegado a la corte Leofich, el curandero que tan recelosamente había enviado a buscar en secreto. Se lo habían traído desde Lephilyón, su tierra natal. Atormentado en sus pesadillas cuando dormía, había estado intentando confiar en el origen del curandero, convenciéndose con pesar de que este le devolvería sus pulgares. Sus dones tenían un precio: su mudez, por lo que, para los bárbaros era innegable su lazo con las musas seguidoras de Héquivra. Ellas lo cubrirían con su manto y protección para ampararlo. Hasta ahora demostraban estar de su lado, pues Aureo se había revelado incluso ante él, formando aquel contrato de sangre que envenenaba su ser poco a poco, permitiendo que la musa consumiera de sus emociones, de su sed de poder, de su ambición y voluntad de gobernar a toda costa. Ludcian permitía que poco a poco en él habitara una parte de la musa.

Pensó en todo lo que había sucedido hasta ahora con cierta amargura en la hiel. Y de pronto, la imagen de la antigua familia real de Prigona vino a su mente. Los había terminado por odiar uno a uno desde el día en que Lacrima se presentó en su gremio. Allí terminó por comprender todo. Había estado siendo una marioneta de la corona del Reino Madre desde que lo destituyeran de su título como príncipe. Aquello no había tenido que ver con ser un bastardo del Rey Vonoreón. Y aún así… el cínico de Lacrima, a quien había estimado por compartir su desdicha, había osado a humillarlo ante la gente de la que se había ganado el respeto y la admiración con tanto esfuerzo. Eso no lo permitiría.

Ahora que comprendía que la corona de Prigona había tenido que ver con las humillaciones de las que se había tenido que levantar en su vida en Lephilyón, se vengaría. Volvería a las tierras bárbaras, se impondría ante su padrastro para que lo volviera a reconocer como heredero, pues aunque la mujer brava que era Hésmeldra hubiera compartido lecho con otro lephilyno, él aún tenía sangre de la realeza. Pero aquello no era todo. Faltaban dos cosas cruciales. Primero, pelearía a muerte con Dero y Zhen, sus medios hermanos, exigiendo ser el único príncipe heredero del reino del noreste del mapa. Y segundo, se ganaría el voto de su madre, como había intentado tantas veces en vano, y la haría enorgullecerse de él, aceptando al fin que aunque él viniera de una aventura sin amor, era digno de su respeto y aprobación. Ludcian, desde que se había visto con el poder de un rey en Prigona, sabía que podría hacerlo también en Lephilyón. Creía vehementemente que ese era su destino.

Con esfuerzo, volvió a abrir los ojos y dejó el brazo derecho sobre la colcha que tapaba su cuerpo. Giró su extremidad hasta que el antebrazo desnudo lo saludó. Miró las letras draconianas con cierto peso en el pecho.

—Tiasul—leyó en voz alta, descubriendo su voz más seca y grave de lo usual. Esperaba no sucumbir ante una repentina fiebre.

—Hasta que te dignas a llamarme—escupió desde algún lugar de la habitación la voz de la musa con la que tanto se había familiarizado.

Ludcian se incorporó con desgana, apoyándose en la suave cabecera. Estudió la estancia real con paciencia, encontrándose a Aureo de pie en la esquina, oculto en la sombra de las gruesas cortinas. Sin embargo, sus ojos de dorado fulgor lo delataron como un felino en medio de la noche.

El aprendiz caminó hasta la cama con tranquilidad, tendiéndose en el diván a los pies de la enorme lecho, colocando el cuerpo de medio lado, en dirección al bárbaro. Lo miró con pragmática severidad.

—Los últimos diecinueve días he estado pensando en tu estupidez por querer de vuelta tus pulgares—anunció con serenidad, mirándolo a los ojos penetrantemente—. Como te respondí ese día en que Lacrima te los cortó, cuando decidí revelarme a tí, ni siquiera nosotros podemos devolvértelos. Menos la hechicería, menos la magia, menos un curandero de poca calaña.

El bárbaro tensó el mentón. Analizando todo lo dicho por la divinidad. Había estado diecinueve días sumido en el sueño profundo. Tendría que llamar a Carsis prontamente, asegurarse de que su aliado estuviera llevando las cosas conforme lo acordado. Además, aún estaba el cabo suelto de Pyotr. La curiosidad por saber qué acontecería en su antiguo hogar, en el segundo trono que estaba planeando usurpar… esa ansiedad no lo había abandonado aún inconsciente.

Pero con respecto a la insistencia de la musa, se negaba a aceptarla. Leofrich era un famoso curandero de su tierra natal, algo podría hacer por devolverle su dignidad como guerrero…

—Ludcian—lo sacó la musa de sus pensamientos—. He logrado descifrar a dónde quieres llegar. Y te ayudaré. He investigado un poco poseyendo a nobles de la corte de tu tierra. Deberías haberme contado todo tu pasado, Príncipe Ludcian de Lephilyón.

Incómodo por la desnudez de su alma, el hombre entrecerró los ojos. Podía confiar en Aureo, quizás. Hasta ahora le había servido con lealtad, a pesar de la oscuridad que recelaba, sin embargo, no acababa de comprender qué ganaba la musa. Ese alimento del cual tanto hablaba… no terminaba por convencerlo.

—Quieres tus pulgares para poder combatir muerte a muerte con el Príncipe Dero y el Príncipe Zhen, ¿no?

Ludcian se relamió los labios, preparándose para responder. De pronto, sentía la respiración agitada, la semilla del rencor dentro de su pecho comenzaba a brotar, aún cuando la había estado manteniendo a raya.

—Tú deberías estar allí, sentado a la derecha del rey Vonoreón, ¿no?—siseó la musa, guardándose ciertos detalles hasta que fuera el momento justo de lanzar la estocada—. Lo harás, vencerás a tus medios hermanos, obtendrás la satisfacción de ser aprobado por Hésmeldra. Y cuando tengas todo ese poder, los demás reinos no podrán resistirse. Te servirás a Lacrima en bandeja para desquitarte con él. Mataste a su hermana y a su padre, falta él para calmar esa sed. Limpia tu nombre, ¿o acaso ya olvidaste que eres un bárbaro? Qué lamentable.

El rey intentó apretar los puños debido a la rabia, contrayéndose con el dolor. Soltó un rugido irritado, destellando odio mientras observaba a la musa con los dientes apretados. Quería golpearlo y desquitarse, pero una fuerza que desconocía se lo impedía.

—Oh, no, no, Ludcian. Yo no soy tu enemigo. Te daré una muestra de mi lealtad. Te contaré lo que he averiguado…

Interesado, el mercenario levantó una ceja con cierto escepticismo grabado en el rostro. Masculló improperios en la lengua legendaria, sacando un par de risillas irónicas por parte de la deidad.

—Como te interpongas en mis planes, haré que lo pagues. No me importa tu superioridad, sigo siendo tu Amo. Debes obedecerme, Tiasul—ordenó encolerizado en la lengua sagrada, destapándose torpemente para intentar pararse e ir a por el chico.

Aureo chasqueó la lengua, impotente. Dejó de retener a Ludcian y este se puso de pie con un lamentable andar. Luego, caminó hasta la ventana, donde se encontró con las legiones entrenando varios peligrosos metros más abajo. Se volteó con violencia hasta la musa y cuando estuvo frente a ella se detuvo para intentar volver todos sus sentidos en sí. Se sentía mareado y de cuando en cuando veía luces de colores entorpecer su visión.

—Dime lo que has averiguado, Tiasul—ordenó entonces el bárbaro, mientras miraba a la enrabiada musa desde arriba.

Aureo se sentó, apoyándose en sus manos para tirar el cuerpo levemente hacia atrás, estudiando a Ludcian con apatía.

El muchacho se acomodó un mechón rizado atrás de la oreja antes de hablar.

—El Príncipe Dero ya declaró un combate a muerte con vuestro hermano Zhen. Ha ganado. Días más tarde, exigió lo mismo a Su Alteza. Vonoreón está muerto y en su lugar gobierna Dero.

—¿Y qué hay de la antigua reina?

—Aún vive. Naturalmente se ha vuelto también en la regente del rey, quien susurra sus movimientos al oído. Y Dero, por ahora, es dócil únicamente a la voz de vuestra madre. Además, no le ha quitado el título de reina. Desconozco si acaso planean yacer, o si simplemente es para evitar desposarse, pero mantiene a vuestra madre a su lado, gobernando.

Ludican hizo una mueca de asco ante la idea de que ambos yacieran juntos. Debía salvar a Hésmeldra de Dero y, quizás, ganar cierto agradecimiento por parte de ella. Lo comenzaba a tentar la ide de que podría volver al Norte como un salvador y no como un usurpador.

Guardó el resto de sus pensamientos para más tarde. Por ahora no compartiría sus ideas con la musa. Él era un arma, no su consejero. Para ello tenía a Sir Carsis.

—¿Y con respecto a la administración de Prigona?

—Vuestro Consejero Real y Jefe de Guarda, Sir Carsis, se ha estado encargando de ello.

Desde la altura, el bárbaro contempló los dominios que ahora le pertenecían. Los ejércitos se acondicionaban. Los sirvientes iban y venían llenando las arcas para el invierno crudo. Las banderas rojas con el dibujo de una sombra de un dragón con las imponentes alas abiertas flameaban en todas las astas regadas por el paisaje. Él símbolo de su gobierno no había desaparecido y se imponía ante los ciudadanos desde hace ya varios meses. Todo parecía en orden. Carsis había estado siéndole leal.

—Bien. Ahora vete. Y llama a Lescia y las demás. Quiero un buen plato de comida y un baño. Luego, asegúrate de darle el mensaje a Carsis se reúna conmigo en tres horas en la sala del Consejo.
 



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En el texto hay: tragedia, drama, aventura

Editado: 21.07.2020

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