El corazón del Dragón Dorado

Capítulo II

   Las copas de los árboles reemplazaban a la espesa sombra de las nubes que surcaban el cielo, acompañando al frondoso panorama con un campestre ambiente que hacía casi imposible distinguir las olvidadas huellas de las carretas que transitaron alguna vez por el camino bajo sus pies. La calma del desolado y verde paisaje se completaba aromáticamente gracias al arrullo floral de la brisa veraniega, tan caliente como densa que, de haber un silencio sepulcral que impedía el trinar de los pájaros, cualquiera que descansase bajo el cabello de un longevo tronco podría tener una siesta tan paulatina y reconciliadora como un esperado perdón. Ciertamente, el bosque de Barkev contaba con una generosa biodiversidad que encantaba hasta al alma más oscura. Sin embargo, gracias a la rapidez con que cabalgaban nuestros dos prófugos, ellos apenas podían admirarla debidamente.

Eudor echó la cabeza hacia atrás, dejando que el revoltoso viento jugase con sus mechones color carbón. Su corta melena se movía al vaivén del viento, como una neblina de pesadillas. El cabello se regocijaba vanidosamente en el violento baile que provocaba la carrera, haciéndole múltiples cosquillas en el cuello que lo embriagaban de gran deleite. El sonido del aire se cortaba en sus oídos.

—¡Eudor, abre los malditos ojos que para algo te los di! —lo regañó con enfado su mayor, galopando velozmente sobre el potro frente al muchacho.

El joven abrió los ojos con reticencia, quejándose de que no lo dejaba escuchar lo que lamentaba el viento. Su acompañante refunfuñó un suave mascullo que el otro no logró identificar y, no sin estar empeñándose con la paciencia, se centró aún más en abrirse paso entre el bondadoso follaje de las ramas de los árboles, golpeando las cinchas para dirigir a su caballo.

—¿Le has dicho a Cinco que si llegamos antes que Ludcian nos darán naranjas deshidratadas? —le gritó su pregunta capciosa, la cual, como una entusiasta respuesta, hizo que el muchacho tomase las cuerdas de su caballo, tirándolas con fervor para animar al cuadrúpedo con el fin de llegar hasta su altura.

—¿Y las podré untar en chocolate fundido?

Eudor escuchó una paternal risa por parte de su salvador. Pudo notar que se disipaba el pesado estar de la atmósfera con una resignación ya entregada a afrontar las consecuencias. El menor hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa entusiasta, mirándolo con unos ojitos de perro callejero, nuevamente sin prestar cuidado a las riendas del alborotado animal en el que estaba encima.

—La represión te puso amargado, Ceel. ¡Uy! ¡Es Dieciocho, es Dieciocho!—le comentó con espontaneidad, empeñándose en seguir el atarantado correr del otro a su lado.

El hombre lo miró de reojo un instante, luego, negó con un suave movimiento de cabeza, cosa que el chico de Ozcedell comprendió con una tímida culpa, aceptando de modo servicial continuar el viaje con la ausencia de los innegables regaños que se le podrían encarar gracias a su expuesta presencia en Lephilyón.

Lephilyón era un Reino que se conformaba por varias ciudades, como pocos reinos de La Estrella Padre. Cinco ciudades bárbaras eran las que constituían el gran Reino que compartía la extensa tierra con la llanura de Rhodes: Barkev, donde se situaba la Cofradía de Ludcian, mercenario activista de la Guardia del Dragón; Oreón, un bosque que se explayaba fundiéndose con el de la ciudad y la llanura de Valkyav; Europía, un grande poblado en el corazón del Reino y, por último, Gabe y Ellieb, las joyas costeras de Vonoreón, Rey de Lephilyón.

De todas ellas, la que contaba con mayor importancia era Barkev. En Barkev se apreciaba la excelencia del pueblo bárbaro. Intimidantes fortalezas regaban los prados de la capital, en las cuales habitaban cofradías o clanes familiares. Asimismo, también eran dignas de nombrar las playas, donde se iban anclando o liberando numerosas naves que desembarcaban en sus edificadas costas. La gente compraba y vendía múltiples novedades del país en el bonachón mercado; y en la plaza central, rústicas manualidades entretenían a sus ciudadanos. Sin duda alguna, Barkev era la cabeza de Lephilyón, donde siempre se estaba de brazos abiertos con su bendito puerto, coronándolo sobre los montes con un rudo castillo.

Ceel, por su parte, había encantado sus dos búhos mensajeros. El plan era que, una vez que él hubiese llegado por medio de un Espejo de Luz a Barkev desde Galelión—un reino más allá del Mar Ceres—, usase a sus búhos encantados para escapar con su discípulo hasta Oreón, atravesando los bosques a caballo, perdiéndose rápidamente de la vista del mercenario, quien debía de estar siguiéndolos al trote del cuadrúpedo en cuanto se diese cuenta del engaño que le habían hecho descaradamente. Si es que lo hacía. Sinceramente, Ceel lo dudaba.

No obstante, un viaje normal, con sus reservados descansos y la empatía para con el animal—además de haberlos obligado a usar las polvorientas carreteras que cruzaban por el corazón de Lephilyón—, no solo habría sido una imbécil irresponsabilidad de su parte, sino que, como mínimo, les habría tomado tres días de tedioso viaje. Por tanto, una vez que abandonaran la Cofradía de Barkev sin ser descubiertos, debían escabullirse hasta Gabe, donde tendrían que zarpar en cualquier barco que los embarcara como prófugos en algún saco o barril.



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En el texto hay: tragedia, drama, aventura

Editado: 21.07.2020

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