El corazón del Dragón Dorado

Capítulo V

Evatla dejó de lado la pata de liebre asada que Sir Kiev había cazado y cocinado a las brasas de la fogata que los abrigaba del desamparo de la noche. Era consciente de que hace mucho se habían alejado lo suficiente de La Capital, no obstante, aunque ahora estaban rodeados de cuantos árboles y arbustos se pudiesen imaginar dentro de la densidad del bosque, Evatla estaba segura de que el aire era sofocante, a pesar del frío que brindaba la brisa nocturna. Asimismo, el calor de la fogata la abrumaba pero, contradictoriamente, aún así sentía espasmos por todo el cuerpo. Era un frío avasallador. Se limpió el sudor del rostro en la tela sobre su hombro derecho.

—¿No le gusta la liebre, Princesa? —le preguntó Sariel, parecía sinceramente apenado—. ¡Yo le doy de mi conejo! ¡Es más blandito! —ofreció el muchacho con una servicial sonrisa, extendiéndole una pata de carne medio mordida.

La Princesa negó con la cabeza, aprovechando aquel movimiento para no reprimir los espasmos de su cuerpo por un par de segundos. Abrió la boca para decirle que no tenía hambre alguna, pero de sus labios solo se pudo escuchar un gimoteo de dolor. Se llevó la mano izquierda al pecho.

Sir Kiev, medio intrigado y medio preocupado por tener que lidiar con alguna enfermedad, la miró buscando alguna respuesta en sus movimientos. Luego, se giró hacia el Guarda de la noble, quien lo estaba observando con cara de pocos amigos. Ceel desechó la idea de preguntarle sobre qué quería ponerse a debatir con él ahora, pues era lo que había hecho durante todo el día anterior, desde que habían emprendido viaje para huir de Prigona, abandonando el cadáver del Rey y a los demás sobrevivientes cuando éstos dormitaban, ignorando que prendían de la espera de que los fueran a buscar a la brevedad. Afortunadamente, ellos sí habían visto más allá de sus narices. Se habían ido. Se habían salvado. Al menos por ahora.

Ceel volvió a mirar a Evatla, sin preocuparse por los pensamientos que debería estar formándose el otro. Luego, volvió a mirar al Guarda, interrogativamente. Se limitaría a inquirir lo que necesitaba saber.

—¿Qué le ha ocurrido en la mano?

Levent arrugó el entrecejo antes de contestar y, con un grave sonido gutural, espetó:

—Un descuido mío que no volverá a ocurrir.

Kiev, insatisfecho con aquella evasiva, se levantó y se sentó al lado de la Princesa.

—Muéstrame—pidió; Sin embargo, antes de que ella hablase o hiciese nada, Ceel ya había tomado su mano izquierda, con cuidado y suavidad, encontrándose con una tela, blanca y rasgada, envolviendo su palma. Supuso que la habría sacado de alguna parte de su, ahora, descuidado y sucio vestido. Se fijó en la innegablemente malherida mano. En la tela podía verse una mancha densa y oscura, de un color café rojizo. Rápidamente miró el rostro de la princesa, sudado y cansado. Le tocó la frente para cerciorarse del estado que ella adolecía—. Arde en fiebre—comunicó lo evidente a los otros dos hombres.

Se volteó hacia el Guarda Real, pero éste, en algún momento, ya se había puesto en cuclillas frente a ellos.

—Pasadme aquella cantimplora, por favor—pidió señalando la suya.

Levent se negó.

—¿Cómo me aseguro de que no planeas envenenarla, eh?

Sir Kiev se aguantó las ganas de suspirar frustrado. Soltó el aire de los pulmones antes de volver a formular su pedido:

—Pasadme tu cantimplora con agua, Levent.

El caballero pareció dudar un instante, no obstante, accedió y le pasó sus víveres al hombre.

Sir Kiev vertió un chorro de agua sobre sus manos y se las limpió. Seguidamente, volvió a echarse agua en las manos y mojó el cuello y la frente de Evatla. Sacó uno de los saquitos que siempre colgaban de su fiel cinturón, a falta de su antiguo morral, y le extendió unas hierbas a Levent.

—Hierve agua con eso—le ordenó, concentrado mientras rasgaba el saco en tres trozos para usarlos a modo de paño, dejándolos húmedos sobre la acalorada frente de la dama y en sus muñecas, donde se notaban las venas azules—. Es tomillo. Y menta—aclaró antes de que el otro refutara ante el fuerte aroma herbáceo—. Y por si acaso, la infusión que le prepararás le ayudará a bajar la fiebre.

Por un momento, creyó que no contaría con la ayuda de Levent, mas este se levantó e hizo lo que le habían solicitado sin decir ninguna palabra.

Entonces, Ceel decidió concentrarse en la mano de la doncella ahora que los ánimos parecían colaborar, suponiendo que no era más que un profundo tajo al que habría que untarle alguna loción. Sin embargo, al descubrir la piel, pudo darse cuenta de la magnitud del cardenal. En el centro de la palma, había una especie de hendidura, donde se podía apreciar la carne viva. Había surcos profundos desde los dedos hacia la gran herida en el centro de la palma, donde la piel que había sido cortada colgaba como rebanadas de una grotesca presa de carne. Había sangre que se amontonaba como torpes bolitas rojas, oscuras y densas, a los bordes de los tajos más pequeños; Sin embargo, a pesar del esfuerzo natural del cuerpo, la herida sangraba fulminantemente. Pero eso no era lo peor. También había colores que no eran sanos.



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En el texto hay: tragedia, drama, aventura

Editado: 21.07.2020

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