Llegar al río Iris fue un suceso que marcó un notable antes y después en el viaje. Las protestas de Levent—no solo incordiando el viaje sino que también amedrentando a Sir Kiev, quien no se inmutaba, siempre tan sereno e indiferente—, habían cesado una minoría indudable pues, ya que la promesa de guiarlos desde Prigona hasta el río Iris se había llevado a cabo, el Guarda no contaba con grandes argumentos para saltar con sus negativas y comentarios de más, atacando cada acto que hiciese el viajero. Además, la Princesa—quien la mayor parte del viaje se había mantenido callada, a pesar de ser la reina de las palabras que dominaban las peleas que impulsaba su Guarda Real—, al fin había mostrado otra expresión que no fuera la de la insaciable nostalgia, de preocupación o de la inconfundible decepción, sumada al desasosiego y la descorazonada duda. Hasta el momento se veía algo más esperanzada.
El único que no variaba demasiado su actitud era Sariel. El muchacho siempre andaba con la misma antigua cancioncilla de cuna pegada en los labios, brincando en vez de caminar; Y si no, recolectando insectos y arácnidos con los que molestaba a Levent hasta agotar su paciencia, haciendo que Evatla tuviera que interceder. Y después de que ésta lo defendía abiertamente, corría a abrazarla o a regalarle flores silvestres que recogía por el camino, colocándoselas en el cabello con ceremonioso afecto. Después, cuando ella no miraba, le sacaba la lengua al Guarda. En tales ocasiones, Ceel debía hacer un esfuerzo por no reír a falta de reprender al chico.
Sir Kiev había propuesto acampar, puesto que a todos los castigaba la falta de sueño, principalmente con el genio. Levent, burlesco y apático, había accedido diciendo que al fin mostraba poder ponerse en los zapatos de los demás. Ceel lo ignoró. Sabía que lo decía por la Princesa, principalmente, quien no se había quejado pero que Ceel ya podía imaginar que le molestaba no haberse aseado durante días; eso sin mencionar el esfuerzo físico, el cual parecía saberlo sobrellevar muy bien. Por tanto, no le sorprendió que, al llegar a los bondadosos brazos del río, Evatla, acompañada de Eudor, corriese a mojarse el rostro y las manos. Y como aquello era mucho menos de lo que esperaba, tampoco se sorprendió cuando, más tarde, la Princesa se acercó a su compañero con cierto pudor, susurrándole algo al oído en plena mañana siguiente, cuando él se dedicaba a reponer víveres con los frutos y hierbas que Sariel había ido a recolectar. Supuso que le debía estar pidiendo que la acompañase a bañarse en el río, aunque a juzgar por la indescifrable expresión del otro, era difícil especular.
—Iremos a recorrer los alrededores—le informó más tarde el Guarda, acompañado de Evatla a su tras, quien se mantenía tan solo como un testigo de la situación.
—Volveremos antes de que el sol se haya movido un palmo—prometió la Princesa con una voz firme y cordial, como si hubiera necesitado decirlo.
Ceel asintió sin prestarles mucha atención, concentrándose en la gran canasta que estaba confeccionando con las ramas de mimbre que Eudor, un empedernido explorador, también había conseguido por allí.
Levent se dio la vuelta sin esperar una respuesta a cambio y emprendió camino hacia río arriba, donde el hechicero sabía que había una especie de gran laguna con variados arbustos alrededor. Evatla lo miró un segundo más de lo que hubiese querido, maravillada con la maestría con que trenzaba el mimbre.
—¿Te habías dedicado a las artesanías antes de establecerte en Lilith?
Ceel la miró de reojo un instante, tan solo un segundo en que le tomó recordar la palabrería con que se había vendido en el Palacio de Prigona.
—Algo así—optó por decir con imperceptible cautela. Notó que Levent se había girado de medio lado, observándolos con forzada paciencia a unos metros de ellos. Kiev metió su mano en el bolsillo, sacando una delgada botella con lo que a Evatla le pareció una especie de líquido ligeramente violáceo—. Espero que le sea útil—dijo mientras depositaba la botella entre sus manos.
Evatla miró el recipiente confundida, por lo que levantó los ojos con intriga, pero no pudo llegar a formular su pregunta. Ceel ya había tomado la cesta, echándosela al hombro antes de irse a otro punto del campamento, donde se dedicó a meter las cantimploras abastecidas, hierbas y frutos medianamente verdes como manzanas, damascos y ciruelas que su aprendiz había recolectado durante la jornada anterior.
De pronto, Evatla recordó a Levent, por lo que se dirigió hasta él mientras sacaba con cuidado el corcho de la botella, descubriendo un agradable aroma a lavanda.
—Sariel, baja de ese árbol. Tengo algo que pedirte.
—¿¡Otra vez!?—se quejó el muchacho, alargando las vocales con pereza. Sin embargo, mientras lo hacía, no dudó en bajar por las ramas, moviéndose con destreza y agilidad.
—Necesito que Quince haga algo por mí.
—¡Uhhh! Esto me gusta. ¿Qué hago?
—Traed las ropas de Evatla.