Una vez poblada Sacia, la tierra—con toda su extensión regada de mortales y hecha la cuna de la flora y la fauna—, La Estrella Padre se sumió en la deleznable desavenencia.
De la piel de Valkyav había nacido la herencia de sus talentos. No obstante, cuando en El Origen sus escamas fueron hurtadas por ciertas musas, la voluntad de ellas se encarceló en estas y, con ello, la esencia del resto de sus días. En cuanto se dio fin a los pactos de sangre entre los florecientes dragones y sus respectivos amos, las crápulas y desventuras que acecharían Prigothiel fueron liberadas, dando cabida a la antonimia del ser.
De las ocho divinidades que se escudaron en las escamas de oro puro, dos tuvieron una intención noble para hacerlo. Por tanto, el talento y el poder que se les concedió fue siamés al de aquella motivación.
Asimismo, la contraparte de la moneda, fueron otras cuatro musas que robaron y usaron de escudo las escamas de Valkyav para competir contra el mismo. Sus motivos para actuar no eran dignos de ser replicados. Y al igual que las otras dos musas, sus respectivas razones reencarnaron en sus talentos y poderes. Sin embargo, esas musas, también domadoras de los hermanos de El Dragón Dorado, estaban corrompidas. Corrompidas por la mortalidad mucho antes de padecerla.
También hubo un tercer tercio que se abstuvo de declinar hacia un estandarte u otro. Dos musas que, si bien actuaron como sus deudos, no cruzaron el linde entre lo aceptable y lo reprochable, según los ojos con que se viese.
A Eudes se le unió Noll y Odalí.
Eudes, domadora de El Dragón Dorado, corazón de los mortales, musa de Valkyav. Noll, domador de lo silvestre, corazón de lo vivo e inocente, musa de Viora. Odalí, corazón tanto de las pasiones como de la fertilidad, musa y domadora de Dahorn.
Sin embargo, a Eudes también se le antepusieron algunos de sus hermanos, liderados por Héquivra, quien a su vez fue apoyado por Dehiel, Aureo y Vlad.
Héquivra, domador de Phygon, musa de la discordia, corazón de la discrepancia, el inconformismo y la guerra. Dehiel, domador de Valruth, musa de la malicia, corazón de la tentación, la morbosidad y la perversión. Vlad, domador de Sulquarr, musa de la traición, corazón de la avaricia, la soberbia y la envidia.
Y como ya sabéis, en medio de ambos polos, inmutables permanecieron Faina y Laethel.
Faina, domadora de Mneter, musa de la indiferencia, corazón de la serenidad y la unanimidad. Laethel, domadora de Rhaefi, musa del individualismo, corazón de la salvedad y el desamparo de la humanidad.
Así, la hermandad de los mortales en Prigothiel fue disgregada por las musas y sus talentos. Al Norte del mapa se concentraron aquellos hombres y mujeres que en su mayoría concordaban con Héquivra y sus secuaces. Por contraparte, al Sur se asentaron aquellas personas que favorecían las razones de Eudes y compañía. Asimismo, la gente que prefirió mantenerse al margen, con decisiones incoloras, neutras—pues su opinión era el ayuno del alma—, edificó sus reinos en las islas del meridiano, aisladas de ambas partes, empero, en el centro de estas para mediar por ellas.
No obstante, aquello no dio tiernos frutos.
El Norte quería expandirse, el Sur se oponía férreamente y, las islas, sin declinar por una u otra parte, le negaban el paso por el mar a ambos grupos, impidiendo ambos propósitos.
Eudes instó a sus siervos a encontrar una solución que les permitiera coexistir. Y así, Prigona y Ozcedell, los dos Reinos del Sur, se plantearon junto a Aranza y Thegar, los Reinos del Meridiano, una manera de dominar la sed y la gula del Norte.
De Ozcedell, el Rey Hédric, y de Lephilyón, la Reina Euryeele—llamados así en honor a las musas con que coincidían la primera sílaba de sus nombres—, se ofrecieron a ser sirvientes del poder que Eudes les enseñaría: controlar la esencia de las divinidades y los mortales por medio de los contratos de sangre, o bien, por medio del alma de estos. Así, aprendieron de ella a usarla, a congeniar con las musas y a usar a los mortales gracias a la débil divinidad que quedaba aún en ellos después de aprender a respirar.
El Rey Hédric aprendió la hechicería. Aprendió a dominar las malas virtudes de lo humano, a ensuciarse las manos para velar por el bien de los demás, a ser la cara visible de las atrocidades, a ser el mal ejemplo. Y así, a su vez, él le enseñó a sus fieles en el Sur, instauró un arte sangriento, una virtud oscura, solidificó una Cofradía y, más tarde, edificó y echó raíces en una Guardia que prometió que no olvidaría a sus ascendientes y que heredaría con orgullo y dedicación el peso de aquella responsabilidad por medio de la sabiduría. Hédric aprendió a usar la sangre de los mortales.
La Reina Euryeele, en cambio, aprendió la magia. Aprendió a potenciar las buenas virtudes del débil, a rescatar la humanidad del ser, a salvaguardar y volver a encauzar las dudas de la bondad. Y así, a su vez, ella le enseñó a sus fieles en el Norte. Sin embargo, en un acuerdo con uno de los Reinos del Meridiano, optaron a vivir en Thegar y, cuando fuera menester, ser nómades por toda la extensión de La Estrella Padre para poder velar por el equilibrio de esta. Entonces, Euryelle fomentó un talento difícil y preciso debido a la inestabilidad de aquella virtud, solidificó una Cofradía y, más tarde, edificó y echó raíces en una Guardia que también juró que no olvidaría a sus ascendientes y que heredaría con orgullo y dedicación el peso de aquella responsabilidad por medio de la sabiduría. Euryeele aprendió a usar el alma de los mortales, encarcelada en el corazón de estos.