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El criado abrió la puerta con discreción, asomándose al interior de la biblioteca.
—El vizconde Westcott, señor.
Alaric Bellavere levantó ligeramente la vista del libro que leía, un leve fruncir de cejas interrumpiéndole la concentración.
—Hazlo pasar. Y trae vino. No... mejor: coñac.
El vizconde entró, las manos inquietas apretando y soltando los guantes. El conde no se levantó; apenas hizo un gesto vago hacia la silla frente a la chimenea, los ojos fijos en él mientras el vizconde se sentaba.
—Westcott. —La voz salió calma, casi lánguida—. ¿A qué debo esta visita?
Westcott se acomodó, carraspeando, la nuez subiendo y bajando en su garganta.
—Necesitaba hablar contigo, Alaric. Discretamente.
El criado regresó con la bandeja, sirviendo un coñac para cada uno antes de desaparecer, dejándolos solos en la penumbra cálida de la biblioteca. Bellavere se inclinó levemente hacia delante, el resplandor del fuego reflejándose en el aro dorado de la copa que sostenía.
—Entonces.
Westcott giró la copa entre los dedos, mirando el líquido ámbar como si pudiera darle valor. Tragó saliva.
—Hay un heredero. Drake Wolveston. El “primo” del duque de Wexley.
Bajó aún más la voz:
—Dicen que presentó una petición formal a la Corona. Que fue el duque quien lo apadrinó. Eso puede… remover cosas antiguas, Alaric. Cosas enterradas.
El conde dejó la copa sobre la mesa con calma, sin beber.
—Ya llegó a mis oídos, vizconde.
En ese momento, se oyó un ruido apagado en el pasillo, y la puerta se abrió sin ceremonia.
—Espero no interrumpir. —Lord Halcroft entró, bajo, delgado, los ojos veloces recorriendo la sala. Tras él, Lord Frampton, corpulento, con una sonrisa educada pero fría.
—Pensé que sería un buen momento para conversar.
Bellavere se levantó al fin, un leve rastro de sonrisa endureciéndole los labios.
—Qué grata coincidencia. Señores, pasen. Tenemos coñac.
Los hombres se acomodaron en las butacas de cuero, las espaldas rectas, las copas aún intactas. El aire parecía más espeso ahora, cargado de perfume a madera, alcohol y algo más denso: nervios.
—Imagino que vienen por el mismo motivo. —El conde inclinó la cabeza, los ojos afilados como cuchillas—. Wolveston.
—El duque le tendió la mano —murmuró Halcroft, cruzando sus piernas delgadas—. El muchacho está abriendo puertas que debieron quedar cerradas, Alaric.
Westcott apretó la copa con fuerza, los nudillos palideciendo.
—¿Y si la Corona se lo toma en serio? ¿Y si empiezan a revisar títulos, herencias…?
—Señores. —La voz de Bellavere cortó el aire como una hoja pulida—. Tengo todo bajo control. Ya envié una invitación a ese caballero para solicitar su presencia aquí mañana, con el fin de discutir… asuntos en común.
Los tres lo miraron, vacilantes. Halcroft tamborileó los dedos sobre el brazo de la butaca. Frampton se ajustó el cuello de la camisa, como si de repente lo apretara demasiado.
—Todo en este mundo se resuelve con oro o silencio. Para quien no acepta ninguno… siempre queda una última solución.
Un silencio breve y espeso cayó, hasta que Frampton murmuró:
—El problema, Alaric, no es solo que aparezca. Es lo que pueda saber… o lo que pueda descubrir. No necesitamos que las calles empiecen a susurrar nombres que enterramos hace mucho.
Bellavere levantó lentamente la mirada y se clavó en Lord Frampton.
—Como ya dije —y no me gusta repetirme, Frampton—, lo tengo todo bajo control.
Alzó la copa con calma, en un gesto casi de brindis.
—Beban. Nuestras esposas estarán distraídas en el té durante horas. Aprovechen.
Halcroft fue el primero en sonreír, aunque los hombros no se relajaron. Westcott intentó imitarlo, pero el sudor en su nuca lo delataba. Frampton permaneció callado, pálido, los dedos marcando un compás nervioso en el brazo de la silla.
Mientras los demás trataban de tragar la inquietud a pequeños sorbos de coñac, Bellavere miraba el fuego… y, por un instante, la comisura de su boca se alzó en una sonrisa indescifrable.
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El día había amanecido luminoso, y la luz se filtraba tenue por la ventana del despacho, dibujando el suelo con suaves sombras. Drake estaba solo, leyendo un documento en el escritorio, cuando oyó pasos firmes en el pasillo. Wei apareció en la puerta, un sobre cerrado en la mano.
—Esto acaba de llegar, señor.
Drake extendió la mano y tomó el sobre. El lacre rojo, con el blasón de los Bellavere, brillaba intacto. La comisura de su boca se alzó casi imperceptiblemente, sin alegría.
Rasgó el sello con cuidado, escuchando el leve chasquido de la cera. La caligrafía formal de Alaric Bellavere se dibujaba firme en el papel:
Capitán Wolveston,
Conociendo vuestra reciente instalación en Londres y vuestro parentesco con Su Gracia, el duque de Wexley, me tomo la libertad de invitaros a visitarme en el momento que os sea conveniente.
Será un placer intercambiar algunas palabras con vos sobre intereses que, creo, podrían revelarse comunes.
Con mis respetos,
Alaric Bellavere
Conde de Bellavere
Drake leyó hasta el final, los dedos sujetando el papel, aunque su mirada verde oscura parecía atravesar las palabras, cargando con el peso de casi dos décadas de ausencia. Un músculo se tensó levemente en su mandíbula antes de doblar con calma la carta y dejarla frente a sí.
—Así que, finalmente, quiere mirarme a los ojos —murmuró, más para sí que para Wei.
Wei permaneció un instante, como si dudara, luego se inclinó ligeramente y salió sin ruido, cerrando la puerta con un clic discreto.
Drake quedó solo, los ojos perdidos en el vacío. El olor a cera derretida, el susurro sutil del papel, el eco lejano de la casa vacía —todo parecía hacer crecer el silencio a su alrededor. Sabía que, a veces, una invitación no era más que eso. Pero que, otras veces, era una trampa.