El cuento de la muñeca que lloraba

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CLEMENTINE

 

Agosto de 2018

 

—¿Qué te parece?

—¿Quieres la versión honesta o la hipócrita?

—A estas alturas no crees que da lo mismo, Betty. Solo quiero conocer tu opinión.

—Hablabas de un cambio “radical”, ¿no? Pues vaya que esto se le acerca.

Clementine esbozó una amplia sonrisa de satisfacción en su rostro, consciente de que era la quincuagésima séptima vez que le ganaba una discusión a la enfermera Betty, quien desde que había pasado a visitarla aquella calurosa mañana de viernes, no dejó de observarla con semejante mirada depredadora. ¡Y vaya que no le faltaba razón! Sobre todo, después de recibir la madre de las noticias en forma de resultados médicos.

—Betty… crees que habrá la posibilidad… de…

—Clem, no comiences.

—¡Por favor!

—No.

—¡Porfis!

—Para esto necesitaríamos una autorización y no creo…

—¿Serías capaz de negarme lo que puede ser la última de mis voluntades?

—¡La última de tus voluntades! Ja. Resulta que ahora sí que te importa lo que te acabo de decir.

—¿Qué quieres que haga entonces, Betty? ¿Qué después de escuchar solemnemente que la poca vida que me queda ahora sí que se me esfuma, empiece a romper en llanto? ¿Qué vaya por ahí por los pasillos del hospital soltando lamentos y haciéndome la víctima de lo que muchos consideran es el cruel destino? Al fin y al cabo, este es un sitio donde apesta a muerte, ¿no?

—Cielos Clem, no me malinterpretes. Mi única intención era intentar que reflexionases.

—He tenido demasiado tiempo para reflexionar, sabes. Quizá ahora solo lo que deseo es… vivir. Y no me lo estás poniendo tan fácil.

La muchacha cerró de un golpetazo la tapa del ordenador que sostenía sobre su regazo y enseguida aquel pintoresco collage de fotografías de lo que se suponía iba a ser su anhelado cambio radical de look, se envolvió en un manto de oscuridad. Depositó el artefacto electrónico en el primero de los cajones de su mesita de noche y se bajó de la cama en dirección al cuarto de baño.

—Lo siento Clem, cariño, es solo que… me niego a aceptarlo.

—No es la primera vez que debe afrontar una situación como esta, Betty. Usted ya debería estar acostumbrada.

Aquellas palabras cortaron el aire con un filo gélido e incluso calaron dolorosamente en varias fibras del corazón de la mujer. Sí, era cierto, durante los extensos años de carrera en el hospital había visto y escuchado muchas cosas, unas llenas de esperanza y otras envueltas en oscuros mantos de tragedia, y fue testigo de milagros, pesadillas y varias escenas sin explicación que podían catalogarse de “paranormales”. Sin embargo, nunca se atrevió a negar que al final, quieras o no, siempre se construía un vínculo afectivo con la persona que debías cuidar. Sobre todo, si aquella relación perduraba en el tiempo. Y Betty había dedicado los tres últimos años de su vida a interpretar el rol de ángel guardián de Clementine.

El cariño que le tenía a esa jovencita era indescriptible.

—Lo estoy. De lo contrario… este habría sido el cóctel final de medicación, créeme.

Betty, dispuesta a demostrarle que para ella ninguna persona consistía en un simple número, una estadística más en las bases de datos del hospital, un bulto de carne y hueso carente de toda clase de sentimientos, se dirigió al escritorio adjunto a la mesita de noche de Clem donde reposaba su expediente completo y lo levantó como si de un trofeo se tratase. La jovencita, que ahora y de repente había olvidado lo que iba a hacer en el baño, fijó su mirada en los papeles, confusa.

—Betty, ¿qué…?

Clem no pudo completar la pregunta. En segundos, vio cómo su enfermera rasgó la carpeta con su expediente por la mitad y luego en pedazos más pequeños. Tanta era la indignación de la mujer que Clem pareció ver desprenderse chispas de sus manos. Debería haberse sentido traicionada por quien consideraba era la mejor persona que había conocido en ese maldito reclusorio, pero entendió el significado del acto en cuestión.

Le estaba permitiendo liberarse.

—Gracias —añadió con un tonto nudo en la garganta, a punto de romper en llanto.

—Más fácil no te lo puedo poner, cariño.

—¿Alguien más lo sabe, aparte de usted y el doctor Méndez? ¿Celeste? ¿Rick? ¿Dante? —preguntó para desviar la atención del dolor de tripas que suponía aguantar no soltar una lágrima.

—Ninguno. Creemos que será mejor así. Solo si tú lo decides, ellos tendrán conocimiento.

—Han hecho bien —dijo mordiéndose el labio inferior.

Y como si su vida se tratase de una obra de teatro en la que estaba terminantemente prohibido extender la escena de drama más allá de unos pocos minutos, apareció Rick tras la puerta de entrada, con aquella sonrisa burlona y ojos saltarines, ignorante de todo el sufrimiento que le esperaría en el futuro cuando ella por fin no esté.




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