Si buscásemos un ejemplo de ciudad que hubiese nacido y crecido al abrigo del culto a unas reliquias, ese bien podría ser el de Santiago de Compostela. En ella confluyeron, a lo largo de los siglos, el poder civil, el poder eclesial y la devoción popular. No era para menos. Lo que allí se veneraba –y se sigue venerando– eran las pretendidas reliquias de quien fuera uno de los discípulos de Cristo: Santiago el Mayor, hermano de Juan, hijo de Zebedeo y María Salomé y primer mártir del colegio apostólico. Pasemos, pues, a analizar en las próximas líneas algunos de los aspectos relacionados con estos restos martiriales, “hallados” en la primera mitad del siglo IX.
A comienzos del siglo XII, los restos de Santiago quedaron ocultos bajo el pavimento del altar mayor de la basílica románica. Imaginamos que, para paliar la lógica desazón y el desconcierto que produciría en los fieles el no tener ningún tipo de contacto con el cuerpo apostólico, en el ámbito de la catedral compostelana se comenzaron a poner en valor una serie de objetos que, supuestamente, habían estado relacionados con determinados pasajes de la vida y la muerte del hijo del Zebedeo. De acuerdo con las declaraciones de diferentes testigos, entre esos objetos, tenidos por reliquias, figuraban los siguientes: el bordón o báculo que había utilizado el Apóstol en sus desplazamientos, la cadena con la que había sido apresado en Jerusalén, el hacha o cuchillo con el que había sido martirizado, el cuerno de uno de los bueyes que había transportado el cuerpo de Santiago a Compostela, etc. De todos ellos, tan solo ha llegado a nuestros días, enfundado en un esbelto estuche de bronce, el presentado como bordón de Santiago. Veamos, a continuación, un poco de la historia de esta presunta reliquia y de su relicario
El bordón o báculo es, desde la Edad Media, uno de los atributos del peregrino. En el capítulo XVII del libro I del Codex Calixtinus se dice que este elemento era bendecido, junto con el zurrón, en una ceremonia previa a la marcha del caminante hacia Santiago.
Según se afirma en el mismo texto, el báculo era como un tercer pie para el que lo recibía, símbolo de «la fe en la Santísima Trinidad», y protección del hombre frente a «los lobos y los perros», animales estos a los que se identifica como encarnación del diablo. Esta pieza, fue presentada, con seguridad desde los siglos últimos de la Baja Edad Media, como una de las más valiosas reliquias de Santiago, convirtiéndose, pues, el lugar en el que estaba ubicada, en parada obligada dentro del recorrido de los peregrinos por la basílica jacobea. Pero no podemos hablar del pretendido bordón de Santiago sin hacerlo también de su relicario. El báculo estaba revestido de plomo, «porque los peregrinos a hurtadillas le arrancaban pedazos y lo hubieran destruido, si el sumo pontífice no hubiera mandado sabiamente que lo revistiesen de plomo». Realizado en bronce, que no en plomo, tiene éste forma de columna. La forma y el estilo del relicario nos recuerda al del de algunas de las columnas que forman parte de la portada de Platerías. En este sentido, consideramos no del todo improbable que la obra que nos ocupa hubiera sido realizada –quien sabe si a instancias de Gelmírez– en algún taller local, a lo largo de la primera mitad del siglo XII. Muy posterior es la figura de Santiago peregrino que corona el relicario. Realizada en bronce dorado y policromado, pertenece, posiblemente, a la segunda mitad del siglo XV o comienzos del XVI, habiendo sido asociada su factura con la de los talleres de orfebrería que, por aquel tiempo, trabajaban para los arzobispos compostelano.
En lo que atañe a la ubicación del relicario, desde, al menos, mediados del siglo XVI y hasta, aproximadamente, el año 2015 –en que fue trasladado a la Capilla de las Reliquias–, estuvo adosado al machón que conforma el ángulo suroeste del crucero catedralicio, esto es, a la entrada del antiguo coro. El relicario estaba estratégicamente abierto en su parte inferior. Por medio de aquella apertura en la base de la columna los fieles podían introducir su mano y, con ella, tocar una pequeña porción de la venerada reliquia de Santiago. Desde una época indeterminada, anterior al fin de la Edad Media, aquella práctica, unida a la oración, se convirtió en toda una costumbre, especialmente valorada por los peregrinos y viajeros que llegaban a Compostela. La tradición debió de mantenerse hasta bien avanzado el siglo XIX, suprimiéndose definitivamente, suponemos que, a raíz del redescubrimiento de los restos apostólicos, en 1879. Añadamos como curiosidad, la mención en un acta capitular del año 1584, a la caída de un rayo «delante de la columna dentro de la cual se conserva el bordón del Santo Apóstol»; se ordenó, entonces, que, dado que todos los fieles habían salido ilesos, se cantase todos los años, el día de la Ascensión, un solemne Te Deum coincidiendo con la efeméride del suceso.
Y a todo esto, ¿Cómo es la supuesta reliquia que se conserva dentro del relicario? Una plancha de plomo, atravesada por la contera del bordón, separa este de la parte inferior de la columna, en la cual hay otro báculo, también de hierro, pero naturalmente mejor conservado por ser mucho menos antiguo. Así pues, en el interior del relicario, no habría uno sino dos bordones, atribuyéndosele la pertenencia del colocado en el nivel inferior –es decir, el que tocaban los fieles– al beato Franco de Sena, un fraile carmelita que, de acuerdo con la tradición, había peregrinado a Compostela en el siglo XIII y que había recuperado la vista después de visitar la tumba de Santiago. La existencia de aquellos dos objetos de hierro, dentro de la columna, quedaría confirmada a comienzos de la década de 1990, durante el proceso de restauración de la pieza.