Dos años después de su elección como obispo de la sede jacobea, Diego Gelmírez, acompañado de un número indeterminado de eclesiásticos, miembros de su Iglesia, viajó hasta Braga con el aparente objetivo de inspeccionar las posesiones que la mitra compostelana tenía en dicho territorio. El arzobispo Geraldo, en cuanto tuvo noticia de la inminente llegada del prelado gallego, convocó a la totalidad del clero para salir en procesión a su encuentro. Tras un afectuoso recibimiento, el metropolitano bracarense, entusiasmado con la visita, condujo a Gelmírez hasta la catedral, pidiéndole entre ruegos que celebrara una misa en ella aquel mismo día. Al finalizar la jornada, Geraldo invitó al obispo a cenar y, acto seguido, le cedió para su descanso los aposentos del palacio episcopal. Al día siguiente don Diego se dirigió, en compañía de su anfitrión, a la iglesia de San Víctor, convirtiéndose esta en la primera parada de su recorrido por los diferentes templos dependientes de la Iglesia compostelana.
Pero en el desarrollo de su visita a aquellas iglesias, Gelmírez fue percibiendo que muchos de los cuerpos santos en ellas depositados estaban desprovistos de los honores propios de su especial condición. Por este motivo, convocó a los clérigos que le habían acompañado desde Santiago y les dijo: Hermanos queridísimos, sabéis que hemos venido aquí para, si hubiera algo destruido o desordenado en estas iglesias y heredades, restaurarlo y ordenarlo con nuestra presencia y mejorar lo que está mal. Pero ahora no se oculta a vuestra diligencia lo que se encuentra en condiciones inconvenientes, pues veis que yacen en ellas muchos cuerpos de santos desordenadamente sin que sean venerados por culto alguno […] procuraríamos enmendar esto e intentaríamos llevar a la sede compostelana los preciosos cuerpos de los santos a los que ningún culto se les rinde aquí […] convendrá hacer esto de manera oculta para que la gente de esta tierra […] no promueva contra nosotros una súbita sedición.
Los allí reunidos aprobaron la iniciativa del prelado, por lo que Gelmírez, no sin antes encomendarse a la ayuda divina, se preparó para poner en práctica su plan. Así, con la supuesta intención de otorgarles una mayor dignidad a aquellas sagradas reliquias, don Diego se dirigió de nuevo a la iglesia de San Víctor. Tras celebrar una misa en ella, el obispo compostelano ordenó a sus subordinados que cavasen en la parte derecha del altar mayor donde, según la Historia Compostelana, fue descubierta […] un arca marmórea, fabricada con finura y admirablemente y que estaba bajo tierra. Y al abrirla en presencia del señor obispo, encontraron dentro dos cajitas de plata. Y cuando las recibió el mencionado obispo, glorificando el nombre de Dios con salmos y oraciones, descubrió en una de ellas reliquias de Nuestro Santo Salvador y en la otra mostró la de muchos santos.
Tiempo después, Gelmírez se adentró en la iglesia que estaba consagrada bajo la advocación de santa Susana. En el mismo templo se encontraban también los restos de otros dos mártires, san Silvestre y san Cucufate. Y, del mismo modo que había obrado en la iglesia de San Víctor, así lo hizo también en la que nos ocupa. De esta forma, luego de la celebración de la misa, don Diego decidió sacar de ella de forma clandestina los «gloriosos cuerpos [de san Silvestre y san Cucufate], envueltos en un limpio sudario, de unos sarcófagos poco adecuados», ordenando la conducción de estos a su aposento. Seguidamente, con profunda emoción, se hizo también en aquel templo con el cuerpo de quien era su titular, la propia santa Susana, «virgen y mártir» a decir de la Historia Compostelana, disponiendo para sus restos el mismo destino que los anteriores.
Dos días más tarde el obispo compostelano se dirigió con sus colaboradores a la iglesia de San Fructuoso, sita en los arrabales de Braga y en la cual estaban depositados los restos del santo homónimo. Como en las ocasiones anteriormente referidas, Gelmírez celebró una misa en el templo y, al término de esta, ataviado aún con los ropajes litúrgicos, se acercó, de acuerdo con el relato de la Historia Compostelana, al sepulcro de quien era considerado defensor y patrón de aquella comarca, con piadoso latrocinio lo sacó con mayor temor y silencio de su iglesia […] y una vez robado lo entregó a sus fieles guardianes para que fuera custodiado. De forma apresurada, Gelmírez y los suyos iniciaron, a la mañana del día siguiente, el viaje de vuelta a Compostela. Transitando por viejos caminos, llegaron a la villa denominada Corneliana –Correlhã, en la actualidad–, cuya pertenencia a la sede jacobea databa del siglo X. El pontífice supo entonces que entre los habitantes de Braga había comenzado a circular el rumor del robo de las reliquias, «hecho indigno» según se registra en la Historia Compostelana, por tratarse de las de los «defensores y patronos de su patria». Don Diego, ante el temor de que le fueran arrebatados aquellos venerados restos, confió a un arcediano de su Iglesia la custodia y conducción de estos hasta la ciudad de Tui. El archidiácono, cumpliendo con el mandato de Gelmírez, llevó la preciosa carga por caminos ocultos hasta la ribera del río Miño, sucediendo en este punto un hecho milagroso. Así lo narra la Historia Compostelana:
El río había estado encrespado durante tres días por tan duras tormentas que no había podido ser atravesado por ninguna embarcación. Pero una vez que los cuerpos de los santos fueron colocados junto a su orilla, pareció que el río sintiera respeto hacia ellos, pues, se dice que, una vez que se calmó la fuerza del viento y amainó la tormenta, el río ofreció tanta facilidad para atravesarlo a los que llevaban los santos, cuanta podía ofrecer la planicie de sus aguas, que corrían con tanta tranquilidad, una vez apaciguada la corriente, que ni una sola ola agitaba las aguas.