El Culto a Las Reliquias

CAPÍTULO VI UN APÓSTOL CON DOS CABEZAS

Aproximadamente alrededor del año 11161 el obispo de Compostela, Diego Gelmírez, acudía a entrevistarse con la reina Urraca I de León a Tierra de Campos. Tras trasladarse el prelado con la Corte real a León, la soberana decidía agasajarlo con un número indeterminado de reliquias, figurando entre ellas la que se identificaba con la cabeza de Santiago Apóstol. Ha de tenerse en cuenta que la utilización de reliquias como objetos de intercambio diplomático no era algo excepcional en la Edad Media. Así, por ejemplo, en el año 922 el rey de Francia, Carlos “el Simple”, había enviado a Enrique el Pajarero la mano de san Dionisio como compromiso de alianza perpetua y de afecto. Por otra parte, no podemos olvidar que el recurso a las reliquias era indispensable para que un altar fuera dedicado y consagrado. Por este motivo, en aquella segunda década del siglo XII, con las obras de la fábrica románica de la basílica compostelana avanzando a buen ritmo, el regalo de Urraca a Gelmírez hubo de ser de lo más adecuado, máxime al tratarse de la reliquia más insigne que se podía tener del cuerpo del Apóstol Santiago. Pero ¿en qué contexto la soberana entregó a don Diego tan destacado espécimen? Detengámonos brevemente en este asunto para, a continuación, pasar a analizar otros aspectos relacionados con la reliquia, tales como su procedencia, su identificación, su veneración en Compostela, etc.

Según sabemos por la Historia Compostelana, los encuentros y desencuentros entre la reina Urraca y el obispo Gelmírez fueron constantes a lo largo del tiempo. Situémonos en torno al año 1115. Cuenta el maestro Giraldo que, tras una fallida alianza de paz entre la soberana y el prelado, el hijo de la primera, Alfonso Raimúndez, envió por medio de legados, una carta al segundo. En ella, el primogénito de Urraca, a quien en 1110 o 1111 se había proclamado rey en la basílica jacobea, pedía a don Diego que le ayudase a recuperar el reino de Galicia. En la misiva el joven apelaba a las disposiciones sucesorias de su abuelo, el rey Alfonso VI, establecidas tras la muerte del conde don Raimundo de Borgoña. Según estas Urraca conservaría el trono siempre y cuando permaneciera en el estado de viudedad; de lo contrario, no dándose aquella condición, el dominio del reino habría de pasar a su hijo don Alfonso. Para fortuna de este y de sus partidarios, Urraca había vuelto a contraer matrimonio con el rey Alfonso I de Aragón, apenas dos años después de haber enviudado de su primer esposo. Dicho esto, Alfonso Raimúndez se presentaba pues, ante Gelmírez, como el legítimo titular del reino de Galicia.

El obispo, luego de oír las palabras que el muchacho le dirigía, decidió, tras buscar el consejo de personas de confianza, brindarle su apoyo, iniciando los preparativos para la entrada del joven monarca en el territorio galaico. De este modo, poco después, don Alfonso llegaba a Compostela en compañía de su ayo, don Pedro Fróilaz, conde de Traba, siendo recibido con los honores propios de un rey por el pueblo compostelano.

Una vez se hubo enterado del homenaje tributado a su hijo, Urraca se puso de nuevo en camino al reino de Galicia. Temía la soberana perder aquella parte de sus dominios. Por esta razón, al llegar a Melide envió, a través de mensajeros suyos, una propuesta de reconciliación al obispo, ofreciéndole, para atraerlo a su causa y obtener su apoyo, los señoríos de Lobeira, Ferreira y Montaos, con sus respectivos castillos. Sin embargo, aún con aquel ofrecimiento sobre la mesa, Gelmírez no se dejó convencer, pues, según el cronista, «afirmó que, en la medida de sus posibilidades, de ninguna manera se apartaría de la justicia».

Por otra parte, al saber que la soberana se hallaba con su ejército a apenas una jornada de la ciudad, los burgueses compostelanos, reunidos con miembros del clero en una junta común, decidieron presentarse ante ella, a espaldas de Gelmírez. Así lo hicieron los elegidos para representar a aquel grupo de ciudadanos, quienes proclamaron a Urraca señora suya, prometiéndole su ayuda y –lo que es más importante– la entrega de Compostela. Mientras tanto, otros ciudadanos, representantes del cabildo catedralicio y del patriciado de la burguesía compostelana, conseguían persuadir a Gelmírez para que obligara a don Alfonso y a la condesa doña Mayor, esposa del conde de Traba, a que abandonaran la ciudad. Acto seguido, informada la reina de la marcha de su hijo, se dirigió esta, escoltada por un gran ejército, a Compostela. Lamentablemente para Gelmírez, cuando se enteró de la llegada de Urraca era ya demasiado tarde. El obispo tuvo en aquel momento ocasión de ver que solo unos pocos le seguían siendo fieles. Así las cosas, una vez la reina hizo su entrada en la ciudad, el prelado y todos sus colaboradores fueron considerados rebeldes por una buena parte de los compostelanos.

Obligado por la fuerza de los acontecimientos, Gelmírez no tuvo entonces más remedio que claudicar, aceptando la alianza de paz que Munio Peláez, Fernando Yáñez, y otros partidarios de Urraca le ofrecían en nombre de aquella. Pero no quedaron ahí las cosas. Con el beneplácito de la soberana, los enemigos de Gelmírez dentro de la urbe lograron expulsar de la misma a dos familiares del pontífice, estos eran, su sobrino Pedro, canónigo y prior de la Iglesia compostelana, y su hermano Gundesindo, vicario de la ciudad, habiendo sido acusados ambos de haber instigado el distanciamiento entre la reina y el obispo. Se pretendía con ello menoscabar el poder de Gelmírez. Con idéntica finalidad, la junta de clérigos y laicos se transformó en “hermandad”, uniéndose sus miembros mediante juramento y proclamando a Urraca «reina y abadesa de la conspiración». Sin duda, no eran buenos tiempos para Diego Gelmírez. Después de aquellos sucesos, la reina abandonó Compostela y se dirigió a tierras de la Galicia meridional. Allí trató de ir contra el conde Gómez Núñez, teniente de la tierra de Toroño y partidario de Alfonso Raimúndez.




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