El demonio nacido de la tierra

Linaje - 3

3 Linaje

 

 

 

Llovía. Otra vez. Hugo descendió del tren sin disimular su malestar y abandonó el andén con celeridad. Empezaba a hartarle ese clima monótono y plomizo: mañanas vespertinas con neblinas impidiendo que el sol calentase sus huesos y tardes oscuras con crepúsculos opacos sin tonalidades templadas que armonizasen el entorno. Gris. Humedad. Y frío. Demasiado incluso para él, acostumbrado a inviernos blancos y tormentosos. Sin embargo, Inglaterra era otro mundo aparte, una tierra en la que su gente se había adaptado a la estampa lánguida de sus calles y al continuo sirimiri fastidioso, mostrando su total indiferencia. Esa resiliencia hacia las inclemencias del tiempo acentuaba en los lugareños —aún más si cabía— su famosa flema inglesa.

Abrió el paraguas y se encaminó hacia Victoria Roadcon paso cauteloso debido a las capas de hielo que se formaban en el pavimento. Circulaba por la acera, esquivando esas bolsas resbaladizas que podían hacerlo caer y abrirle una brecha en su preciosa cabeza. Recordó que unas semanas antes de partir había nevado en su famosa playa, creando una postal blanca que se introducía en el mar robándole la belleza natural a sus olas. Muchos se precipitaron a la orilla para retratar ese momento de gozo y hermosura en una foto. Hugo se había acercado para admirar esa extraordinaria fusión entre la nieve y el mar, como si se tratase de un amor entregado y dispuesto a extinguirse después de un efímero beso.

Antes de tocar a la puerta, comprobó por enésima vez su móvil. Sofía no le había respondido a ninguno de sus mensajes. Él había estado bombardeándola para que por el momento dejara de usar sus poderes, y ella lo atormentaba con su silencio. Cierto era que tampoco le había dado explicación alguna ni le había mencionado que había localizado al brujo puro, pues quería evitar desvelarle que se trataba de su padre biológico. No era un asunto para discutir por teléfono.

Maldijo por lo bajo y aguardó con impaciencia a que Rose se decidiera a abrir. La había visto husmeando a través de la cortina de la cocina y arrugar la nariz poco convencida. Después de unos minutos insoportables bajo la lluvia, le concedieron el permiso para entrar, aunque el recibimiento no fue cálido, ni siquiera educado. Ella le indicó que se dirigiera al salón y se perdió tras el aroma de un estofado, dispuesta a ignorar su presencia. Hugo bufó resignado, se atusó el pelo después de desprenderse del gorro y el abrigo y accedió a la sala donde el señor Castle leía el periódico del día, con su bata de andar por casa y sus pantuflas.

—¿Todavía no has vuelto a España? —le preguntó con indiferencia.

—He ido a Mánchester. He estado interrogando a vecinos, a amigos e incluso a meros conocidos de su exmujer. Después de portazos y de malos modos, conseguí que una señora de avanzada edad me diera cierta información. —Hizo una pausa, esperando obtener alguna reacción del brujo, sin embargo, este ni se dignó a alzar la barbilla—. Ya no vive allí. Dejó la ciudad poco tiempo después del divorcio.

—Me lo imaginaba.

—Se marchó a Estados Unidos.

Por fin, George alzó una ceja, dobló el periódico y lo depositó en la mesita de cristal que tenía enfrente.

—¡Vaya! Eso sí que es una noticia. Samantha odiaba todo lo que tuviese etiqueta americana. —Rio al imaginarla con un rifle en una mano y una hamburguesa en la otra—. Y bien, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Piensas coger un avión?

Hugo lo miró como si el hombre se hubiera vuelto loco.

—No puedo viajar hasta allí sin averiguar primero en qué ciudad se encuentra. Es buscar una aguja en un pajar.

—Me alegro de que te hayas dado cuenta. Si ella no quiere que la localicen, nadie podrá hacerlo. —Extrajo un puro de su bolsillo y se dispuso a encenderlo.

—Pero su hija está en peligro. No comprendo cómo puede estar ahí quieto, leyendo el periódico después de haberme dicho que los sellos están rompiéndose.

—Ya te he dicho lo que debes hacer. Dile a Sofía que no use sus poderes, que tenga una vida ordinaria y que evite juntarse con personas como tú, destinadas a engendrar el caos por dondequiera que vayan.

—Al menos, yo me preocupo por ella —le respondió, visiblemente ofendido—. Si Sofía descubriera la clase de padres que tiene, se avergonzaría. Está en apuros, y a usted parece importarle una mierda. Sus padres adoptivos sí que han luchado por ella, y no dudaron en enfrentarse a la secta.

El brujo lo examinó sin mucho interés.

—¿De qué secta estás hablando? A mí me has pedido ayuda para romper un hechizo de amor, no me has hablado de ninguna secta.

—¡Oh, por favor! Desde que he llegado, no he hecho otra cosa sino decirle que su hija está en peligro.

—Sí, porque se ha vinculado contigo y no debería estar usando la magia, ya te lo dije. Tampoco debió enfrentarse a ese demonio que mencionaste.

Hugo lanzó un resoplido impotente al constatar la pasividad del hombre.

—Sé que vive en una cueva aislado de todo el mundo y que ni siquiera es capaz de salir a la calle para tomarse un café cargado. Tienen que traérselo a casa como si usted fuese el rey. Pero no me diga que no tiene ni idea de lo que está sucediendo ahí fuera. Hay un tipo que pretende abrir las puertas del Cielo, y su hija posee una de las llaves que lo ayudarían a lograr su objetivo. Los tres gremios han comenzado a movilizarse, y por mucho que quiera vivir en un destierro solitario, no me trago su desconocimiento, porque eso lo convertiría en un estúpido. ¿Es que acaso cree que Sofía ha estado jugando a las casitas con sus poderes? ¡Trata de defenderse! Y más de una vez ha visto a su madre en sueños. Ella la ha ayudado en varias ocasiones, así que no entiendo dos cosas: ¿Por qué no se presenta físicamente ante ella?, ¿y por qué usted dice no saber nada, cuando su ex sí que está al tanto?




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