El demonio nacido de la tierra

Voces - 6

6 Voces

 

 

 

Condujo la camioneta durante varios kilómetros sin relajar los músculos de los brazos; también su mandíbula se asemejaba a una roca sólida. Estaba contrariado. Con la excusa de necesitar algo más de munición y algunos enseres, Oriol había dejado a la familia sola. No le gustaba la idea, más bien lo aterrorizaba. Sin embargo, después de pensar en ello durante la noche, había llegado a la misma conclusión una y otra vez: necesitaban refuerzos, ayuda, y no de cualquiera, puesto que no se fiaba nada más que de un puñado de cazadores. No podía comprometer más la situación de la familia, por lo tanto, había descartado advertir a su padre o al mismísimo León, ya que estos debían estar estrechamente vigilados y complicaría aún más las cosas.

No tenía duda alguna: el falso vecino era un cazador. Y aunque no comprendía cómo había llegado hasta ellos, lo que era innegable era que las ramificaciones de la secta se extendían como las patas de una araña. Seguras. Opresoras. Los adeptos a las ideas incendiarias de Janus crecían a cada segundo, y ya no debían preocuparse de humanos vacíos que buscaban verdades adulteradas para llenar el hueco de sus estómagos, ya que estaban sumándose miembros de las tres comunidades. Capacitadas y peligrosas. Él había olido la pureza en la sangre del cazador que se había acercado a ellos. Había descubierto su juego. Pretendía entablar una relación con la familia, entrar en su círculo más cercano, tal vez para espiarlos o para que se ganaran su confianza. Oriol había deducido tras ese acercamiento que no pensaba eliminarlos, al menos por el momento.

Se rascó una sien y bufó para no soltar más improperios. Había algo que no conseguía entender, y era por qué se había arriesgado tanto. Ese hombre debía saber que la familia estaría custodiada por uno o más cazadores, pero no le había importado presentarse en la casa y jugar el papel de vecino afable. Puede que ignorase que él era medio demonio y que olfatearía su sangre pura en cuanto pusiese un pie en la propiedad; ese podría haber constituido su error fatal. No obstante, los cazadores presumían de ser meticulosos en sus indagaciones, de reunir la suficiente información antes de actuar, porque una vez tomada una decisión, rara vez se echaban atrás. Y si había estado observándolos la noche de la tormenta, ya sabría que la familia contaba con un solo guardaespaldas. Puede que hasta se hubiese sorprendido al no individuar a ninguno más, pero jamás lo habría subestimado. ¿Qué había pretendido entonces? ¿Asustarlos?

Bajó de la camioneta, entró en la tienda de telefonía y compró uno de esos móviles desechables. Sin contratos ni compromisos. Nadie iba a rastrear el número nuevo, y desde luego dudaba mucho que tuvieran fichado al destinatario de la llamada: su tío Gabriel.

No mantenía ningún contacto con él desde la épica discusión que había tenido con su padre, en la que este lo había echado de casa y amenazado con pegarle un tiro en la frente si volvía a verlo. Gabi despreciaba la caza. Odiaba perseguir entes malignos y devolver a los espíritus al lugar que les pertenecía. Se escapaba de los turnos de vigilancia para ir a beber a algún bar, jamás seguía las órdenes de nadie —y menos las de Rafael—, holgazaneaba para protestar por sus continuas tareas y cuestionaba los hallazgos del equipo tan solo para fastidiar. Su tío no quería vivir así. Y cuanto más su hermano mayor le reprochaba que había nacido para la caza, más se comportaba como un niño pequeño con una rabieta desmesurada.

Rafael estaba dispuesto a meterlo en cintura, hasta que Gabi cometió un fallo imperdonable: abandonó a Hugo cuando apenas tenía quince años en medio del bosque. Perseguían a una banshee, un espíritu femenino que suele anunciar con sus llantos la muerte de un pariente cercano. Sus gritos son capaces de generar auténticos desastres o de perforar el tímpano de los humanos. Y esa banshee en concreto estaba desbocada. Sus lamentos se escuchaban por toda la sierra de Madrid. Saltaba de pueblo en pueblo, hiriendo a algunos vecinos con sus gritos sónicos. Había que detenerla. Y por eso Rafael había dispuesto varios equipos para que se adentraran en el bosque y siguieran el rastro de los árboles caídos. Debían impedir que asaltara otro pueblo.

A su padre le pareció una buena idea que Hugo fuera con su tío, así al menos se aseguraría de que este protegería a su sobrino con su propia vida. Sin embargo, el viejo cazador desconocía las desavenencias entre ambos por aquella época, y después de una ardua discusión, Gabi se marchó pensando que su sobrino lo seguiría minutos después. Nadie en su sano juicio se quedaría solo en un bosque con una banshee acechando. Nadie, excepto Hugo.

Oriol debía admitir que su hermano ya era un temerario cuando era un adolescente. Recordó que él mismo tuvo que acudir en su ayuda cuando se percataron de que no había regresado de la misión de rastreo y de que Gabi se encontraba en un bar del pueblo ignorando todo el revuelo que se había formado.

Fue entonces cuando Rafael tomó una de las decisiones más duras de su vida y expulsó a su hermano del grupo.

Oriol sabía de buena tinta que su tío Gabriel había rehecho su vida tal y como siempre había deseado. Por fin había abandonado la caza y era profesor de tiro en un club de Bilbao. Y aunque odiaba la idea de molestarlo y sacarlo de sus vacaciones perennes, tenía que hacerlo. Se lo debía a todos. Se lo debía a él.

—Soy yo. Necesito que me ayudes con un asunto. Sé que ha pasado mucho tiempo y estarás preguntándote por qué te he llamado a ti. Ahora mismo no puedo confiar en nadie más... Nunca te he pedido nada y no pienso nombrar nada de lo sucedido en el pasado, aunque entendería que no quisieras venir... Voy a enviarte la ubicación por si te decides a echarme una mano.




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