El deseo del jefe

3:“Las decisiones que pesan”.

Capitulo tres: “Las decisiones que pesan”.

Los días posteriores al anuncio de Matías, Zulema se dedicó exclusivamente al trabajo pesado en el rancho para calmar sus ansias. Según sus cálculos, el dinero que tenía ahorrado le serviría para vivir cómodamente durante al menos seis meses. La joven soñaba esperanzada de que no demoraría tanto en hallar un trabajo.

Su ilusión a veces se veía manchada por una tonta sensación de tristeza, asentada en los huesos, y de la que se hizo consciente un par de días atrás; Zulema cayó en cuenta de que su hermanita menor se había casado con el hombre que a ella le gustaba desde que era una niña.

La joven estaba confusa, siempre creyó que ese cariño era retribuido por el muchacho de ojos verdosos, pero al parecer había estado equivocada.

Cintia y Matías llevaban ya cuatro días fuera de la casa, disfrutando de su luna de miel, cuando ella decidió que era tiempo de hablar con sus padres para notificarles de su nueva gran aventura. Zulema incluso ya tenía su boleto de bus para sentir que ahora su sueño era tangible.

Sus padres escuchaban un programa nocturno de radio mientras compartían la última taza de café del día. En realidad era un preparado diluido de café con hierbas, que ella les preparaba para que no sufrieran de insomnio o malos sueños por indigestión.

Zulema se armó de coraje y apareció bajo el umbral de la puerta que conectaba la cocina con la sala de estar. Ella estaba nerviosa y sentía que en cualquier momento devolvería la poca cena que había podido ingerir anteriormente.

—Permiso —saludó con educación. —¿Puedo hablar con ustedes?

Inmediatamente obtuvo toda la atención de su padre, que la convidó a sentarse junto a ellos. Su madre dejó de lado el tejido que tenía y prestó oídos a lo que sea que ella les fuese a decir.

—Quiero informarles que me marcharé a la capital el viernes. Tengo mi boleto y el dinero que necesitaré para vivir un tiempo allí hasta que consiga algo estable.

Silencio. Aplastante y conspirador silencio.

Su padre reaccionó primero, carraspeando y luego boqueando en busca de aire. Tantas palabras acumulándose en su boca, y él, incapaz de derramarlas en el momento en que se necesitaban.

—¿Qué has dicho…qué? —chilló su madre. —¿Cómo que vas a marcharte? ¿Te has vuelto loca?

—Yo…

Pero su madre no le daría tiempo a hilar ninguno de los super argumentos que Zulema había preparado antes.

—¿Tú, qué? —elevó su tono de voz. —¿Te marcharás a sufrir miserias a la capital? ¿Qué piensas hacer una vez que estés allí?

Su madre la miró con el ceño fruncido mientras procesaba sus palabras. Ella pensó sobre lo que estaría mal con su hija. ¿Qué tanto debieron fallarles ellos como padres para que quisiera huir a la capital y abandonarlos?

La incredulidad dio paso al enojo en cuanto oyó sus tontas explicaciones que más parecían excusas bobas. Zulema nunca había sido una muchacha de ambiciones o deseos, y ahora su madre no entendía qué bicho le podría haber picado para que de un día para el otro estuviese tan convencida de marcharse.  

—Eres una doble cara —concluyó la señora con enojo. —Si tanto te molestábamos tu padre y yo, pudiste habérnoslo dicho y con gusto te ayudábamos a marcharte muchos años atrás.

¡Ah! Si había algo que ella no iba a aceptar de una hija suya era la falta de agradecimiento a todo su sacrificio.

—¿Qué? —¿Cuánto tiempo atrás? Fue la pregunta que Zulema nunca llegó a formular. Si ella hacia memoria, cosa que no quería, recordaba que cada vez que ella mencionó la capital o a su hermana, su madre cambiaba de tema o se “descomponía” por el frio, el calor, la humedad e incluso las moscas que pululaban a su alrededor.

Ella rememoró las palabras de aliento que la doctora Tamara dijo y respiró profundamente infundiéndose valor. Apretó con fuerza sus puños y levantó la cabeza. Una sutil sonrisa hizo amago de aparecer en su rostro.

—Nunca dije que me molestaran, mamá —la miró fijamente a los ojos. —Estoy diciendo que me marcharé a la capital, tengo ahorros que pueden ayudarme a vivir cómodamente durante el tiempo que demore en encontrar trabajo. No estoy pidiendo tu permiso o tu aprobación y te pido disculpas si te sientes disgustada con esta decisión.

Su padre la observó en silencio, orgulloso de la resolución en su mirada.

ººº

A pesar de que su padre era el único que la apoyaba en la absurda idea de marcharse a la capital, él no asistió esa tarde a la terminal de autobuses donde tomaría el primer vehículo que la llevaría a su nueva vida. Una llena de aventuras y nuevas experiencias.

Zulema tuvo que tragarse las enormes ganas de llorar que tenía y, ante miradas nerviosas a la zona de embarque, se resignó a que nadie vendría a despedirla. Que al parecer su partida no era tan importante como la de otros, y que nadie la echaría de menos como ella imaginaba.

Así iba, limpiándose las lagrimas que brotaban de sus ojos, que no alcanzó a ver a un hombre agitado que llegaba a todas prisas a la terminal. Era su padre que, a causa de una pelea con su esposa, no llegó a tiempo para despedirse de su hija a quien no volvería a ver en un largo, largo tiempo.

La joven campesina miró hacia el exterior de la ventanilla y suspiró. Ella se sentía en falta con sus padres y el enojo de estos le hacía replantearse la decisión de marcharse.

Ya era tarde, se dijo mirando a los demás pasajeros cada uno en su propio mundo, la decisión había sido tomada y ahora tendría que lidiar con las consecuencias.

A medida que el bus avanzaba, Zulema dejó que el nudo en su garganta se rompiera y desbordó las emociones que venía suprimiendo en medio de su pecho. Por una parte, la sorpresa por el casamiento de su hermana y la tristeza de saber perdido al hombre que le hizo ilusión durante muchos años. Del otro lado, la angustia por la falta de apoyo de sus padres, que se mezclaba con su emoción por un nuevo comienzo en la capital.




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