El deseo del jefe

4: "Color de rosa"

Capitulo cuatro: “Color de rosa”.

Ezekiel golpeó con fuerza el rostro del hombre que se negaba a darle la respuesta que él estaba buscando. Sintió el pesado golpe en cada uno de los huesos de su mano, pero no se inmutó. Su padre lo vigilaba desde las sombras y él no podía dar ningún paso en falso.

—Lo diré una vez más —repitió con un jadeo y acomodando uno de los rubios mechones que había escapado de la coleta a mitad de su cabeza. —¿Dónde están los diamantes? Los apostaste la pasada noche y no los he visto en mi oficina. ¿Dónde están?

El tipo escupió la sangre que brotaba de la parte interna de sus mejillas y maldijo. Ya sabía que hablara o no, estaba muerto. Nunca debió intentar burlarse de los serbios. Estaban locos.

—No lo sé…

Error. Esta vez el pesado puño que lo castigaba, golpeó la zona media de sus costillas. ¡El desgraciado se las había roto!

—Vamos una vez más —Ezekiel arrugó la nariz. —No quiero torturarte con los objetos —señaló una mesa que estaba a un lado y tenía distintas herramientas utilizadas para mutilar, cortar y arrancar carne… humana. —Tu vida no vale esos millones, nesrećni*. Dame los diamantes.

—¡No los tengo! —gritó con desesperación a punto de echarse a llorar. —¡Los perdí!

Carajo. Ezekiel maldijo por lo bajo y levantó la cabeza. Miró a uno de “sus hombres de confianza” y le ordenó hacerse cargo del tipo que había osado robarles.

—Me aburrí. Estaré en el bar si alguien me necesita.

Al llegar al bar que su padre le había legado, se condujo directamente a su zona VIP para tomar un buen trago. En el camino se cruzó con una de sus empleadas, que le dedicó una sonrisilla conocedora.

—Deberías limpiarte los labios —le dijo a sus espaldas. —Uno de tus clientes ha dejado la huella de tus servicios en toda tu barbilla.

Estrella sonrió complacida.

—Lo sé y ha pagado una buena suma de dinero por ello.

El gran jefe se detuvo y Estrella temió haber dado un paso en falso.

—No se lo digas a Zelko y guarda ese dinero para ti —aconsejó Ezekiel sin percatarse de la mirada sorprendida que la mujer rubia le dedicaba. En ese lugar, y con el antiguo jefe, ellas nunca habían podido hacerse con las propinas que los clientes les dejaban por tan “esmerados” servicios. —Dile que el cliente pagó únicamente por un servicio estándar.

Ella asintió, pero no dejó que ese acto de bondad nublara su juicio. Ese hombre, Ezekiel Djindjić, era el más peligroso de todos. Con su carita de niño bueno, cabellos rubios como el oro y ojos del más puro celeste, parecía un ángel el condenado, pero era maldad pura. Su fama lo precedía. Él era un despiadado asesino a sangre fría. Ni siquiera su abuela, que había traicionado al clan serbio, pudo huir del castigo que su adorado nieto le impuso. 

—¿Necesitas compañía? —se arriesgó pese a que las manos le temblaban.

Ezekiel negó. Él jamás tocaba a las mujeres que trabajaban con ellos.

—Sigue tu camino, yo estoy bien.

ººº

Tonta, tonta, tonta. Se repetía Zulema una y otra vez mientras veía como la lluvia mojaba las calles. Parecía que el cielo se estaba por caer sobre su cabeza y ella no llevaba un paraguas.

Bueno, tampoco que tuviese uno. Pero siempre se podía pedir prestado, ¿verdad?

¿Y a quien, tonta? ¡No tienes a nadie! ¡Estas sola! Gritó esa partecilla malvada de su cabeza. Esa que ella imaginaba como un diablito que disfrutaba de repetirle todo lo que hacía mal. Ese mismo que tenía una voz malintencionada, pero que últimamente dominaba todos sus pensamientos.

La primera semana en la ciudad había sido color de rosa para la pueblerina, hasta que se vio envuelta en una tonta estafa. La dueña del lugar donde rentaba una pequeña habitación, la única que hubo encontrado que permitiera a personas como ella, se aprovechó de su ingenuidad y en un golpe de suerte, se había quedado con todo el dinero que Zulema tenía para sobrevivir durante al menos seis meses en la ciudad.

¡Pero es que ella era tonta, tonta! ¿Cómo iba y confiaba en la primera persona que le daba una amistosa charla?

Zulema no quiso caer en el pensamiento nefasto de que la gente era malvada, pero es que a cada paso que daba, más se convencía de eso. El dicho de “preguntando se llega a Roma” parecía burlarse ahora de su ingenuidad, ya que en la ciudad la gente no contesta a tus preguntas de buena voluntad. Peor aún si te ven caminando con un bolso a cuestas, una caja en una mano y una gallina en la otra. De esa manera estás destinada a ser marginada, como le había sucedido a ella.

Su madre se lo dijo; que ella era una ignorante que no tenía idea de cómo manejarse más allá de la gente del pueblo y su rancho.

Revoloteando por una plazoleta mientras tomaba un poco de agua mineral es que se había encontrado con Doña Esmeralda, una simpática mujer que parecía adorar embadurnarse el rostro con aceite. La señora la había visto y se había acercado muy amistosa a ella diciéndole que tenía una residencia para jovencitas como Zulema y en la que se podía hospedar.

Y allí había caído la muy idiota, conversándole de su vida y las condiciones que la habían traído a la ciudad. Confiándole el lugar donde guardaba todo el dinero con lo que se apañaría y sus planes para salir a recorrer las calles citadinas.

—Pero es que tu eres tonta —se repitió por millonésima vez mientras miraba a las personas que corrían en busca de un refugio. Zulema estaba bajo la saliente de un techo que le daba amparo del aguacero que caía.

La señora Esmeralda había desaparecido un día sin dejar rastro, llevándose consigo el bolsito que ella tan esmeradamente había bordado y donde guardaba sus documentos, dinero y una libreta con el numero para comunicarse con sus padres.

Así quedó sola, indocumentada y aislada del mundo.




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