El calor era sofocante, casi abrasador, tanto que percibía cómo la sangre borboteaba bajo su piel. Además, la nauseabunda mezcla de un asfalto interminable, con el inconfundible olor a carburante, no ayudaba a aligerar el ambiente cargado dentro del vehículo. Sofía bajó aún más la ventanilla trasera, esperando recibir una bocanada de aire fresco. En lugar de ello, el intenso perfume a romero la hizo marearse ligeramente y apoyarse en el respaldar. Odiaba ese viaje. Pasar unas «increíbles» vacaciones de verano en un castillo medieval junto a sus padres y su hermano pequeño no entraba en su concepto de diversión. Habría preferido tumbarse al sol en la espléndida playa de San Juan con sus inseparables amigas. ¡Tenía diecisiete años! ¡Derecho a decidir! Y por eso había protestado, vociferado y amenazado a sus padres con no volver a hablarles en la vida. Sin embargo, allí estaba, en esa carretera desértica, camino a Dios sabía qué lugar inhóspito de La Mancha.
Trató de distraerse contando los innumerables arbustos que adornaban la carretera. Pensaba que así podría calmarse, olvidar el creciente malestar que bullía en su interior y que impedía que se adormentase durante el trayecto, pero incluso ese juego estúpido la aburría. El paisaje era árido y endiabladamente tedioso. De vez en cuando, alguna encina solitaria trataba de rellenar una estampa seca y poco coloreada, en la que únicamente el violeta pálido de unas flores casi moribundas se atrevía a desafiar al dorado de las pequeñas colinas. Sofía contempló de nuevo el azul inmaculado de un cielo desértico, sin nubes, y volvió a sumirse en un profundo desasosiego.
Con los párpados entornados, observó los cabellos morenos de su madre que asomaban tras el respaldo. Ella, siempre tan seria, tan protectora… Se aferró al talismán que le pendía del cuello y recordó las palabras con las que la había agredido antes de salir: «¡Tú no eres mi madre!». Ella no le había respondido. Se había limitado a encajar el golpe y a continuar doblando las camisetas de su hermano.
Sofía era consciente de que había sido injusta con ella y de que la había herido con crueldad. Sus padres nunca le habían ocultado la verdad: la habían adoptado cuando apenas contaba con un año, desconociendo su verdadera procedencia. El único vestigio que poseía de sus padres biológicos era aquel talismán, una especie de cruz con dos brazos horizontales, el primero más corto que el segundo, grabada a fuego en una esfera metálica. Su padre, intuyendo la importancia que este albergaría para ella, había estado alargando el sencillo cordón marrón del que pendía al mismo tiempo que crecía.
—Papá, ¿falta mucho? Tengo ganas de ir al baño.
—Ya estamos llegando, Cris.
—Más vale que sea pronto, si no, vas a tener que parar el coche —le contestó, arrugando la nariz—. No creo que aguante tanto.
La impertinencia de su hermano hizo que esbozara una sonrisa de medio lado, y él la obsequió con una mirada cómplice. Entonces, reflexionó con lo irónico que podía resultar el destino a veces. Ocho años después de su adopción, su madre había descubierto que estaba embarazada. Después de tantos abortos y de someterse a numerosos tratamientos de fertilidad, había aceptado con amargura que nunca podría engendrar un hijo. Estuvo años sumida en una profunda depresión, la tristeza había llenado su alma vacía y la culpa revoloteaba incesante sobre sus pensamientos, hasta que su padre le propuso la adopción. Al principio, ella descartó esa descabellada idea; no podría querer a un hijo que no naciera de su vientre. Pero hablaba la rabia y el resentimiento, porque en cuanto tuvo a Sofía en sus brazos, supo que iba a amarla toda la vida sin ningún tipo de condición. Y así, cuando menos lo esperaba, sucedió el milagro y llegó su hermano. «Un angelito caído del cielo», había dicho.
El parecido de Cris con su madre era innegable: labios finos, pómulos resaltados y ojos almendrados. Ella, en cambio, ignoraba el origen de sus particulares ojos añiles y de los graciosos bucles que adornaban sus cabellos ondulados.
—Ahí está el hotel —les anunció su padre con satisfacción.
El grandioso castillo se erguía solemne sobre una colina. Sus muros homogéneos le donaban el aspecto de una fortaleza impenetrable, recia, que lo obligaba a adoptar la firmeza de un guardián custodio oteando el horizonte con soberbia e interés. Desde la lejanía, Sofía pudo distinguir los seis torreones que coronaban el fuerte: seis imponentes estructuras con coloridos estandartes que desafiaban al mismísimo cielo. A medida que se acercaban al castillo, el pueblo que descendía dispar sobre una de sus laderas se hacía más visible. Los tejados eran rojizos, a dos aguas, rematados con anchas chimeneas de piedra caliza, y las gruesas paredes presumían de un blanco casi impoluto, roto únicamente por el inescrutable paso del tiempo. Parecía una villa arrebatada de un cuento infantil y ubicada en aquellas tierras solitarias con el único propósito de embellecer el paisaje.
El vehículo inició por fin el ascenso por el serpenteado camino de tierra. Al primer bache, Sofía no pudo evitar refunfuñar. Se lamentó de que las torpes ruedas no supieran esquivar las piedras. Su madre la recriminó con una mirada de soslayo, y ella, resignada, apoyó la cabeza sobre el brazo que volaba libre en el exterior de la ventanilla. Contempló entristecida la desoladora estampa, y sintió lástima de un pequeño bosque de encinas que luchaba por sobrevivir en aquel tosco paraje.
Alzó la vista al llegar, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La monumental fachada proyectaba su sombra tenebrosa sobre ellos como si quisiera atraparlos, engullirlos hasta hacerlos desaparecer de la faz de la Tierra. Tras un suspiro de resignación, subió la escalinata del hotel y, siguiendo a sus padres, se adentró en él. Esperaba encontrarse con muros grises y con fotografías tétricas colgadas sin ningún orden en sus toscas estancias. En cambio, se llevó una sorpresa grata al descubrir un espacioso y luminoso vestíbulo. Los amplios ventanales permitían la entrada a un torrente de luz que desbordaba hasta a los más recónditos rincones. Las ligeras cortinas verdes nada podían hacer para contener los rayos de un sol estival. Sofía recibió el aire acondicionado del hotel como una brizna fresca y relajante después de tantas horas de bochorno pegajoso.