En las vastas tierras de Draconia, mientras el poderoso Imperio de los Dragones movilizaba sus fuerzas aéreas y terrestres en busca de las princesas desaparecidas, un oscuro secreto se gestaba en las entrañas de la Montaña del Clan Esmeralda. En lo más profundo de sus cavernas, justo debajo de la majestuosa Esmeralda Madre —una gema colosal que irradiaba energía mágica y sustentaba la vida del clan—, se desarrollaba una escena perturbadora.
La cámara subterránea, iluminada por el resplandor verdoso de cristales bioluminiscentes, albergaba un tesoro robado: cientos de huevos de dragón de todos los colores imaginables. Sus cáscaras iridiscentes reflejaban la luz, creando un espectáculo caleidoscópico que contrastaba con la sombría atmósfera. Azules como el cielo despejado, rojos como el fuego ardiente, dorados como el sol del amanecer, y muchos más, cada huevo contenía la promesa de un futuro dragón.
Acurrucadas en grupos, docenas de pequeñas dragonesas temblaban de miedo. Sus escamas, aún suaves y brillantes, delataban su juventud. Algunas no tenían más de cincuenta años, apenas unas niñas para los estándares de longevidad dracónica. Sus ojos, grandes y llenos de terror, no se apartaban de las dos imponentes figuras que dominaban el centro de la cámara.
Allí, erguidos en toda su terrible majestuosidad, se encontraban dos dragones adultos. La primera era Ningurand, una dragonesa cuya mera presencia hacía estremecer la tierra y corromper el aire, salida de las profundidades más oscuras y pútridas del Pantano de las Sombras Eternas acechaba a todos. Su cuerpo, una vez majestuoso, ahora era una grotesca amalgama de escamas putrefactas y carne en descomposición. Su piel, de un verde enfermizo, estaba cubierta de musgo venenoso y hongos parasitarios que crecían entre sus escamas, desprendiendo esporas tóxicas con cada movimiento.
Los ojos de Ningurand, antes de un dorado brillante, ahora eran pozos de brea burbujeante, reflejando la oscuridad de su alma corrompida. Su hocico, deformado por años de conjuros prohibidos, goteaba constantemente un icor negro y viscoso que marchitaba toda vegetación a su paso. Sus fauces, un abismo de colmillos irregulares y afilados como dagas, desprendían un hedor tan nauseabundo que incluso las criaturas más viles del pantano huían de su presencia.
Las alas de Ningurand, antaño poderosas y elegantes, ahora colgaban en jirones, cubiertas de llagas supurantes y tentáculos palpitantes que se retorcían con vida propia. Su cola, terminada en un aguijón venenoso, dejaba tras de sí un rastro de podredumbre y muerte.
Pero lo más aterrador de Ningurand no era su apariencia, sino la malevolencia que emanaba de su ser. Su mente, un torbellino de ambición desenfrenada y crueldad sin límites, tramaba constantemente nuevas formas de acumular poder. Fue ella quien concibió el nefasto plan de secuestrar a las jóvenes princesas dragón, viendo en ellas no seres vivos, sino meros recipientes de poder para ser drenados y descartados.
Ningurandd se regocijaba en el sufrimiento ajeno, considerando la compasión y la moral como debilidades a ser explotadas. Su risa, un sonido chirriante y discordante que helaba la sangre, resonaba en el pantano mientras perfeccionaba su plan, soñando con el día en que su poder eclipsaría al del mismísimo Imperio de los Dragones, y el mundo entero se doblegaría ante su corrupta voluntad.
A su lado se encontraba Kendrick, el príncipe heredero del Imperio de los Dragones, era una visión de majestuosidad y poder, aunque no exenta de misterio y contradicción. Su imponente figura se alzaba como una montaña de escamas negras pulidas, tan oscuras que parecían absorber la luz a su alrededor. Cada escama, perfectamente alineada, brillaba con un lustre metálico que sugería una armadura impenetrable.
Sus ojos, de un rojo intenso como rubíes líquidos, ardían con una inteligencia aguda y una determinación feroz. Sin embargo, Kendrick, era la viva imagen de la ambición desmedida y la envidia corrosiva. Su imponente figura ocultaba un corazón podrido por la codicia y los celos. Sus ojos, de un rojo sangre, no ardían con nobleza, sino con una malicia calculadora y un deseo insaciable de poder.
Las garras de Kendrick, afiladas como espadas y fuertes como el acero de los enanos, podían desgarrar montañas con facilidad. Su cola, larga y poderosa, terminaba en una punta que podría atravesar el casco de un barco de guerra.
A pesar de su apariencia majestuosa, Kendrick era un ser mezquino y ruin. La frustración de no haber heredado el inmenso poder de su padre, el Emperador, lo carcomía por dentro, transformando su personalidad en un pozo de amargura y resentimiento. Esta debilidad relativa, en lugar de inspirarle a superarse, solo alimentaba su envidia y su determinación de obtener poder a cualquier costo.
Kendrick no se detenía ante nada para satisfacer su sed de poder. Su mente, aguda pero retorcida, constantemente tramaba planes para usurpar la magia de otros, incluso la de su propio hijo. La idea de robar el poder de su primogénito no solo no le repugnaba, sino que le producía un placer perverso.
En la corte, Kendrick mantenía una fachada de dignidad real, pero quienes lo conocían de cerca temían sus arranques de ira y sus venganzas meticulosamente planeadas contra aquellos que consideraba sus rivales o que simplemente poseían habilidades que él codiciaba.
Tras la tensa reunión en el Palacio Imperial con los clanes de los dragones rosa y de los dragones del agua azul, Kendrick se dirigió hacia su encuentro secreto con Ningurand con un brillo siniestro en sus ojos. No le importaba aliarse con la más vil de las criaturas si eso significaba aumentar su poder. La posibilidad de robar la magia de las princesas secuestradas hacía que su corazón latiera con anticipación egoísta.
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Editado: 19.11.2024