El vasto imperio de los dragones, con sus escamas relucientes y aliento de fuego, guardaba secretos tan antiguos como las montañas mismas. Entre estos misterios, uno de los más oscuros era el destino del clan de dragones esmeralda, cuya historia se susurraba en las cavernas más profundas y en los picos más altos.
Se decía que el clan imperial, en un acto de venganza por la muerte de la emperatriz, había desatado su furia sobre los dragones esmeralda. El cielo se había teñido de rojo con el fuego de la batalla, y el aire se había llenado con los rugidos de dolor y desesperación. Sin embargo, en el último momento, cuando todo parecía perdido, la reina esmeralda había realizado un acto de magia tan poderoso que había sacudido los cimientos mismos del mundo draconiano.
Con un hechizo nacido de la desesperación y el amor por su pueblo, la reina había transformado a casi todos los miembros de su clan en humanos y otras criaturas, enviándolos al mundo de los mortales. Su magia era tan sutil y compleja que ni siquiera los más sabios hechiceros del imperio habían logrado detectar a los dragones transformados.
Y éste mismo hechizo había sido el utilizado en las princesas raptadas y la princesa rosada Mayra, cuyo destino había sido cambiado junto a ellas. Primero convertida en un dragón esmeralda y luego en una niña humana, Mayra compartía el destino de las otras dragonesas raptadas. Pero la situación de todas era aún más precaria, pues el dragón del pantano y brujo Finnian, siguiendo las órdenes del príncipe Kendrick, había borrado todas sus memorias sin implantar otras nuevas, dejándolas en un vacío de recuerdos e identidad.
—Mayrita, hija, date prisa que vas a llegar tarde a la clase de ballet —se oyó una dulce voz del otro lado de la puerta.
La princesa rosada abrió los ojos, encontrándose de repente en una habitación que parecía sacada de un cuento de hadas. Cada rincón estaba bañado en tonos de rosa, desde las paredes hasta el más mínimo detalle. Grandes retratos de bailarines famosos adornaban las paredes, que la adentraban a un mundo de gracia y elegancia. Las amplias ventanas estaban cubiertas por cortinas translúcidas del mismo tono rosado, filtrando la luz del sol y dándole a la habitación una claridad impresionante.
Confundida, Mayra miró a su alrededor, sus ojos deteniéndose en un traje de bailarina cuidadosamente colocado a su lado. Antes de que pudiera procesar lo que veía, la puerta se abrió, y una mujer de belleza radiante entró, dirigiéndose directamente hacia la cama donde Mayra estaba sentada, luchando por recordar algo, cualquier cosa.
—¿Mamá? ¿Eres mi mamá? —preguntó Mayra, con voz temblorosa cargada de incertidumbre y curiosidad.
—¿Y a quién más esperabas, cariño? Vamos, hija, tu padre y hermanos te están esperando para llevarte a la escuela de ballet. Recuerda portarte bien, no vuelvas a hacer movimientos que no sean los de la clase —respondió la hermosa señora, moviéndose por la habitación. Luego, tomó a Mayra de la mano y la guió hacia el baño.
Mayra se dejaba llevar, su mente un torbellino de confusión. Por más que se esforzaba, no lograba evocar ningún recuerdo. Observó pasivamente cómo la vestían con un hermoso traje de ballet, similar a los que había visto en las fotografías de la pared.
Después, corrieron hacia la cocina, donde Mayra desayunó apresuradamente antes de ser conducida hacia donde la esperaba su supuesto padre. Mientras se movía por esta nueva realidad, una pregunta persistía en su mente: ¿Por qué no podía recordar nada?
Así, la princesa dragón Rosa, ahora convertida en una niña humana llamada Mayra, se adentraba en un mundo desconocido, llevando consigo el misterio de su verdadera identidad. Su padre, al verla, la levantó en sus brazos con la delicadeza con la que un padre cuida a su tesoro más preciado. La llenó de besos, cada uno rebosante de amor, mientras la introducía en un auto que brillaba bajo la luz del sol matutino.
De pronto Mayra se encontró en el centro de dos niños que comenzaron a protestar como pequeños gruñones, pero para su sorpresa, otro niño emergió del asiento del frente, su voz resonando con una autoridad impropia de su edad.
—Dejen a Mayrita tranquila —ordenó con firmeza. —Ixac, Max, no se los voy a repetir más. Si los vuelvo a escuchar burlándose de ella, se las tendrán que ver conmigo —los amenazó, sus ojos brillando con intensidad protectora.
—Andrés Ariam, no seas tan rudo —lo regañó el padre, con voz firme. —No es que no defiendas a tu hermanita, pero no necesitas amenazar a tus otros hermanos por eso. Y ustedes dos —continuó, dirigiéndose a los otros niños, —no olviden que deben respetar a su hermano y cuidar de su única hermana, como una familia unida que somos.
Un silencio reverente cayó sobre el auto ante la voz firme del padre. La princesa Mayra, aunque confundida por la situación, sintió que su aguda intuición se despertaba. Se percató enseguida de que Andrés Ariam la defendía de los otros dos, quienes, como niños traviesos, le sacaron la lengua cuando nadie los veía. Ella, dejándose llevar por un instinto que no comprendía, les devolvió el gesto.
Sin embargo, con la visión aguda de un padre atento, la vio a través del espejo retrovisor. Mayra sintió que sus mejillas se encendían de vergüenza, pero para su alivio, su papá solo sonrió, una sonrisa cálida y comprensiva que la hizo sonreír atrás.
Mientras el auto avanzaba por las calles de la ciudad, Mayra observaba el mundo exterior con ojos maravillados. Los edificios se alzaban como montañas de cristal y acero, tan altos que parecían rozar las nubes. Las calles bullían de actividad, con personas que iban y venían como un río incesante de vida. Para Mayra, cada nueva visión era un descubrimiento, un tesoro que guardaba en su mente sin saber por qué todo le parecía tan nuevo y fascinante.
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Editado: 02.12.2024