La emperatriz plateada se volvió hacia su esposo, su aura brillando con la fuerza de todos los clanes draconianos. Sus ojos, normalmente del color del amanecer, ahora reflejaban galaxias enteras.
—Kendrick —respondió —, nuestro hijo los necesita.
—Soy el emperador, es a mí a quien debe llamar nuestro hijo y responder los ancestros —declaró Kendrick con voz imperiosa. Hizo el intento de introducirse en el lugar, pero una barrera de energía lo hizo salir disparado, impidiendo su entrada.
La emperatriz, imperturbable ante la situación, giró de nuevo hacia el altar de los ancestros. Su figura esbelta se bañaba en la luz etérea que emanaba de los innumerables rubíes incrustados en las paredes, sus escamas plateadas reflejando destellos de mil colores. Con los ojos cerrados y la mente enfocada, se conectó con su hijo, pidiendo que le explicara qué quería que hiciera.
Para su sorpresa, quien contestó fue su suegro. No sabía cómo, pero sintió que estaba conectada a él, como si el tiempo y el espacio se hubieran plegado para permitir esta comunicación. La voz del antiguo emperador resonaba en su mente con la sabiduría de las eras.
De inmediato, Zelda y su suegro se sumergieron en una planificación meticulosa. Discutieron estrategias para asegurar que el salto en el tiempo, a través del poder del joven príncipe, fuera seguro. Las voces de los ancestros se unían a la conversación, aportando conocimientos olvidados y secretos guardados por milenios.
Mientras tanto, en el exterior del santuario, el emperador Kendrick rugía furioso. Sus amenazas de destruir el sagrado recinto si los ancestros no lo dejaban entrar hacían temblar los cimientos del palacio. Las columnas de cristal vibraban con cada rugido, y los dragones guardianes se mantenían en alerta, divididos entre su lealtad al emperador actual y el respeto al guardián imperial y a sus ancestros que consideraban por encima de Kendrick.
Zelda, consciente de la ira de su esposo pero decidida a proteger el futuro de su hijo y de todo su pueblo, continuó su comunión con los ancestros. Sabía que cada segundo era crucial, y que el destino de ellos dependía de las decisiones que tomara en ese momento. Y mientras el antiguo emperador y la emperatriz Zelda coordinaban a través de la conexión en el tiempo y el espacio, en otro rincón del palacio imperial draconiano, una escena muy diferente se desarrollaba.
En el lejano futuro, Erick, junto a los demás príncipes, no podía apartar la mirada de las hermosas jóvenes que rodeaban a Mayra, la bailarina que era agasajada por todos esa noche. Sus joyas brillaban con tonos iridiscentes bajo las luces mágicas del salón, reflejando la emoción del momento. El príncipe azul Adam, con sus ojos del color del diamante más puro, no le quitaba la vista de encima, y con asombro vio cómo ella se acercaba en compañía de las demás y otros jóvenes.
—Buenas noches —saludó Mayra. Extendió su mano delicada hacia Adam, quien sonrió al ver el anillo en su dedo, una joya que era el símbolo de su clan—. Gracias por acompañarme en la danza, y creo que este regalo debe ser tuyo. No debiste molestarte.
—¿No te gusta? —preguntó el príncipe azul enseguida con preocupación. Sin embargo, la hermosa sonrisa que le dedicaba ella hizo que respirara aliviado—. Eres una excelente bailarina y sé que llegarás muy lejos. Mi presencia a tu lado solo fue para comprobar que podías adaptarte a los cambios de la danza.
—¿De veras? Me tomó por completo de sorpresa. ¿Lo hice bien? —preguntó Mayra ruborizada, signo inequívoco de la emoción en los jóvenes dragones. Algo en la hermosa mirada azul del príncipe hacía que su corazón saltara acelerado, como si estuviera a punto de emprender el vuelo.
—Excelente, ¿deseas que bailemos ahora una pieza mundana? —y volvió a inclinarse con elegancia delante de Mayra. Al tiempo que extendía su mano, ella la tomó con una sonrisa, sus dedos entrelazándose suavemente. Se adentraron en la pista, lista para conocer más del desconocido, mientras a su alrededor, el aire se llenaba de chispas mágicas, como si el mismo destino celebrara este encuentro.
La princesa Rosa, al sentir el brazo del príncipe azul alrededor de su cintura, experimentó una sensación de familiaridad inexplicable. Por un breve instante, una visión fugaz cruzó su mente: dos pequeños niños jugando de la misma manera. La escena, aunque efímera, dejó una estela de calidez en su corazón.
Mayra levantó su mirada, encontrándose con los ojos azul cristalino del príncipe. Esos ojos que se aparecían en sus sueños a cada rato, la miraban cargados de un amor tan profundo y antiguo que parecía trascender el tiempo y el espacio. Fue entonces cuando se percató de que el cabello del príncipe era del mismo tono azul celeste que había adquirido el suyo recientemente, un cambio que la había sorprendido.
Sin apenas entender lo que hacía, guiada por un impulso más antiguo que su propia conciencia, Mayra levantó su mano. Sus dedos, delicados, acariciaron un mechón del cabello azulado que descansaba sobre el hombro del joven príncipe. El tacto era suave como la seda más fina, y parecía despertar recuerdos dormidos en lo más profundo de su ser.
El príncipe azul, lejos de sorprenderse, permaneció en silencio, como si este gesto fuera lo más natural del mundo. Con un movimiento fluido, envolvió el cabello de Mayra en su mano, entrelazando los mechones azules, haciendo que aparecieran otros rosas. En ese momento, una chispa de reconocimiento pareció saltar entre ellos, iluminando sus mentes con destellos de memorias que no podían comprender completamente y sonrieron mientras giraban por el salón al compás de la música.
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Editado: 19.11.2024