El destino de los campistas

Capítulo 1: James

La señorita Lina Darwing era una mujer solitaria que residía en una modesta vivienda en Nueva York. A pesar de que sus ingresos no le permitían habitar en un lujoso caserón o en un esplendoroso edificio, encontraba una gran felicidad en lo que tenía.

Recientemente se había convertido en madre por primera vez, un evento que la colmaba de orgullo. Su empleo en una empresa láctea le llevaba a realizar entregas en ciudades distantes como Boston, California o Los Ángeles, una tarea que, si bien representaba un desafío, no la detenía en su afán de progresar tanto para sí misma como para su hijo.

Sin embargo, la existencia de un niño rebelde complicaba aún más su vida. James Darwing, de cabellos rubios y ojos azules como el cielo, poseía una personalidad inquieta que no coincidía en lo más mínimo con su apariencia. En lugar de ser el estudiante destacado y ejemplar que ella siempre había deseado, James resultaba ser un bromista empedernido, aficionado a gastar bromas y elaborar excusas pueriles para justificar sus travesuras.

Cuando James cumplió doce años e ingresó a la secundaria, se adentró en una etapa crucial de la vida según las leyes de la ciencia. Este periodo, marcado por la transición a la adolescencia, los cambios vocales y un crecimiento acelerado, prometía desafíos y transformaciones significativas en la vida del joven.

Lina se encontraba nuevamente sola en ese momento, pero estaba decidida a afrontarlo con la misma valentía con la que había cuidado de su hijo en su infancia.

En lo que respecta a la escuela, James enfrentaba constantes problemas con el director y se encontraba a menudo castigado, pero eso no menguaba su espíritu rebelde. Sin embargo, todo cambiaría cuando un nuevo chico llegó al colegio y entabló de inmediato una amistad con James.

Aquella mañana, Lina tuvo que partir temprano hacia el trabajo, lo que impidió llevar a James en el auto, forzándolo a tomar el autobús por primera vez.

— Lo siento mucho — se disculpaba la madre, consciente de la aversión de su hijo hacia el transporte público.

Minutos después, James llegó a la parada del autobús, donde sería recogido para ser llevado directamente al colegio. Tras un breve lapso de espera, el amable conductor lo recibió cordialmente.

— Buenos días, joven, sube a bordo — invitaba el conductor mientras James ascendía las pequeñas escaleras del vehículo.

Una vez dentro, James observó que casi todos los asientos estaban ocupados. Al caminar por el pasillo, notó que algunos asientos desocupados estaban bloqueados por sus compañeros para evitar que se sentara. Desalentado, un gesto inesperado le ofreció un lugar al final del autobús.

— ¡Hey, tú! ¡Aquí hay un asiento libre! — anunció un chico mestizo con audífonos rojos, rompiendo la tensión.

Aunque James dudaba si el gesto era sincero, decidió sentarse junto a él ante la insistencia del desconocido.

Durante el viaje, el nuevo compañero, Chard London, entabló una conversación amigable con James, revelando su amabilidad y simpatía. Chard, recién llegado a Nueva York desde Tampa, halló en James un espíritu afín, y juntos descubrieron intereses compartidos.

— ¿Qué artistas te gustan? — inquirió Chard con curiosidad.

— Me gusta Justin Bieber — respondió James.

— ¡Wow, genial! A mí me encanta Imagine Dragons, siempre escucho su música con mis audífonos — compartió Chard.

— Suena bien — asintió James.

Sin embargo, antes de que la conversación pudiera continuar, una voz rompió el ambiente.

— ¡Vaya, vaya! Mira quién está aquí, el idiota de James, y con un nuevo amigo tonto — se burló la voz.

— ¡Hola, Peter! ¿Qué te trae por aquí? — respondió James con calma.

Peter, el estudiante más alto del primer año de secundaria, de cabello naranja y pecas rojizas, era conocido por su popularidad y su actitud arrogante.

— Solo vine a ver cuál será tu castigo hoy — dijo Peter con sorna—. ¡No puedo esperar a verlo! Jajaja.

Peter, acompañado de un amigo de segundo año, se rió con malicia antes de ignorar totalmente a James.

El murmullo del autobús se desvanece lentamente mientras su silbato resuena, marcando la llegada al imponente colegio. Entre la agitación de los chicos por bajar, se destaca la figura de Peter, cuya estatura lo coloca en una posición privilegiada para salir primero, desplazando a los demás con la determinación que lo caracteriza.

— ¡Con cuidado, jóvenes! — advierte el chófer con una mirada de complicidad, mientras observa cómo el bullicio se desata, sin percatarse de que es Peter el jefe de la algarabía.

Las críticas de James no tardan en surgir, cuestionando la arrogancia desmedida de Peter y la admiración inexplicable que despierta en algunas chicas, sumiéndose en un debate sobre la falta de juicio de quienes lo siguen.

De repente, una voz tintinea en el aire, interrumpiendo la discusión de los chicos y dejándolos desconcertados. Ante ellos, se materializa una figura enigmática.

— ¡Eh, ten cuidado por favor! ¿Acaso intentas matarnos de un susto? — salta Chard, recuperándose del sobresalto con una mano sobre el corazón.

— ¿Y tú quién eres? — indaga James, con los ojos centelleantes de curiosidad.

— Me llamo Amelia, idiotas — se presenta la recién llegada con una sonrisa misteriosa en los labios — Soy una alumna de intercambio, proveniente de un colegio lejano aquí  en New York. Ahora, si me disculpan, debo encaminarme a mi aula.

Con su larga cabellera negra ondeando como rosas al viento y una mirada que desborda misterio y vitalidad, Amelia se adentra en los pasillos del colegio. James y Chard se debaten entre la perplejidad y la intriga ante el encuentro con la hermosa chica.

— ¿Quién se cree que es? Nos ha tildado de insensatos en pleno día — comenta James, con gesto contrariado y los brazos cruzados.

— A mí me pareció una presencia fascinante — opina Chard con una chispa de entusiasmo — Sería maravilloso si compartiera el aula con nosotros.




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