el destino no espera

El accidente que no perdona

El cielo estaba cubierto de nubes grises que lloraban sobre el asfalto. La tormenta no había comenzado con fuerza, pero el aire ya olía a tragedia. Dentro de un carro familiar, la risa de una niña pequeña se mezclaba con el sonido de la lluvia sobre el vidrio. Kasutora, de apenas diez años, miraba por la ventana. Su mente estaba perdida entre los reflejos del agua y las luces de la carretera.

—¿Estás bien, Tora? —le preguntó su madre, sonriendo desde el asiento delantero.

—Sí… solo estoy pensando —respondió sin apartar la vista del cristal.

Su hermana menor tarareaba una canción infantil en el asiento del medio. Su hermano mayor jugaba con un videojuego portátil. Su padre conversaba tranquilo con su esposa, y por un momento… todo parecía perfecto.

Hasta que un rugido metálico cortó la noche.

Un camión que venía a toda velocidad, sin control alguno, apareció frente a ellos. El sonido de la bocina fue lo último que escucharon antes del impacto. El mundo explotó en un destello blanco. El metal chilló. Los cuerpos se sacudieron como hojas al viento. El cristal se quebró en mil pedazos. Gritos. Dolor. Silencio.

Y luego… nada.

Kasutora abrió los ojos entre los restos del auto destrozado. Su cabeza sangraba. Todo estaba cubierto de humo y fuego. El olor a gasolina era fuerte. Se arrastró entre los asientos, desesperado.

—¡Mamá! —gritó.

No hubo respuesta.

Su madre estaba inmóvil, con el rostro cubierto de sangre. Su padre, con los ojos abiertos, no parpadeaba. Su hermana pequeña… no respiraba. Su hermano mayor… no se movía.

Kasutora tembló.

Estaba solo.

Un grito desgarrador rompió la noche. Su propio grito. Nadie vino a ayudarlo. Nadie lo escuchó.

Hasta que, horas después, un paramédico lo encontró abrazado al cuerpo de su hermana, en completo shock. Fue el único sobreviviente.

Pasaron semanas.

Kasutora fue llevado a un orfanato lejos de la ciudad. No hablaba. No comía bien. No lloraba. Solo existía. Los demás niños le temían. Lo llamaban “el que trajo la muerte”. Pero a él no le importaba. Su alma estaba vacía.

Hasta que un día, mientras observaba por la ventana, sintió algo en su interior.

Una voz. Un susurro. Un recuerdo.

"Si no pudiste salvar a tu familia… entonces protege a los que aún no han caído."

Desde entonces, entrenó. Día tras día, con rabia, dolor y disciplina. Se volvió fuerte. Rápido. Preciso. Aprendió artes marciales. Técnicas de defensa. Tácticas mentales. Su cuerpo cambió. Su espíritu también. A los quince años, ya no era un niño… era una sombra con forma humana, fría pero viva.

El regreso a la ciudad fue inevitable.

Caminó entre calles grises, con una gorra baja y una mirada que cortaba el viento. Sus pasos lo guiaron, casi por instinto, al mismo lugar donde la tragedia había ocurrido. Nada había cambiado… salvo él.

—¿Kasutora?

Se giró. Una chica de cabello largo y ojos cristalinos lo miraba sorprendida.

—¿Yuka…? —susurró él.

Ella corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.

—Pensé que habías muerto —dijo entre lágrimas.

Él tardó unos segundos en reaccionar, pero luego la rodeó con los brazos. El calor de ese abrazo era real. Tan real como la vida que creyó haber perdido.

—Morí… por dentro —respondió.

Y en ese instante, el pasado volvió. No como dolor… sino como promesa.

Lo que Kasutora no sabía, era que Yuka ya no era solo su amiga de la infancia. Su familia… ocultaba un secreto. Uno que podía matarlo.

Pero el destino no espera.



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En el texto hay: supervivencia, accion, romanse

Editado: 26.06.2025

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