El día en que mi reloj retrocedió

38. El novenario luctuoso

"Existen vínculos que se vuelven tan sagrados que terminan aterrorizando a aquellos que se llenan la boca de Dios para conservar su poder. Tú y yo formamos uno de esos y por eso nos convertimos en pecadores"

—Helena Candiani Yolotl.

A la mañana siguiente me encontré con una nota sobrepuesta en mi mesita de noche. Estaba escrita en un pedazo de hoja perfectamente doblada, en cursivas y con una caligrafía tan impecable que incluso podría jurar que cada curva y línea estaban calculadas a un nivel milimétrico.

En un primer repaso había pensado que se trataba de una imagen impresa o un sello, pero mi pluma fuente colocada en una diagonal metódica me hizo ver que estaba equivocada, y que quien me había escrito la nota, incluso la había colocado ahí, para que la corriente de viento que se colaba por mi ventana, no tuviera oportunidad de hacer de las suyas.

Observé los trazos con detenimiento... En estos tiempos ya nadie tenía la habilidad ni la práctica para escribir así, a no ser que se entrenaran para ser expertos en caligrafía.

"Nunca confíes en una criatura que tiene el poder de desarmarte tan solo con una sonrisa"

Me dejé caer a la orilla de la cama y solté un suspiro cansado.

Cuervo y su forma tan peculiar de dejarme pistas que parecían no tener ni pies ni cabeza, pero que siempre terminaban haciendo sonar todas mis alarmas internas.

Me encogí de hombros y le hice un doblez más para poder deslizarla dentro de la bolsita oculta de la falda de mi uniforme. Tal vez no iba a lograr nada con leerla de nuevo, pero igual quería hacerlo con toda la calma del mundo cuando estuviera en cualquier rincón de las capillas cumpliendo con mi penitencia.

Tal vez mi cerebro solo necesitaba su dosis habitual de cafeína para unir las piezas... o tal vez no.

En ese momento jamás habría imaginado que ese pequeño papel estaba a punto de cambiar mi vida por completo.

Me puse mi gorro tejido, la chamarra de la escuela y olvidé los guantes. Afuera hacia tanto frio que termine por hacer un churro extraño con las mangas de mi chamarra para no sentir que se me estaban congelando los dedos.

Cuando llegué a la escuela, nos reunieron a todos los estudiantes en las instalaciones de la capilla más grande, esa con la estatua de Cristo gigante y las decenas de imágenes de santos y vírgenes que a veces me servían como escondite para ocultar mis chucherías: café, cacahuates, papitas, palomitas, gomitas de gusano, nueces de la india, pistaches, más café y todo lo que pudiera hacer de mi tiempo hablando con Dios algo mucho más llevadero.

Ahí fue cuando me entere de la muerte de la mamá de Xiomara y de sus hermanitos. Ahí fue cuando todos nos enteramos.

Al parecer los directivos se habían puesto de acuerdo con la familia Monroy Lozano para que la misa de cuerpo presente, se celebrara dentro de las instalaciones del colegio, porque la señora había sido un miembro importante y destacado de la comunidad.

Fue bastante escalofriante ver un solo cuerpo... porque los otros, habían quedado tan desfigurados e irreconocibles que la familia había decidido cremarlos cuanto antes, así que el féretro de la señora, estaba en medio de dos jarroncitos blancos con el nombre de quienes habían sido sus hijos.

Las maestras vestían un tipo de jumper negro, todo era negro, incluso las medias, los zapatos, y los tocados de su cabello.

Alan estaba con los acólitos y su traje también era bastante lúgubre. Una túnica que les llegaba un par de centímetros debajo de las caderas, con una franja gris y otra negra, a lo largo y alrededor del cuello.

Verónica y Argelia eran parte del coro, y sus vestidos eran flojos, largos, sueltos y grisáceos, todas traían en cabello impecablemente trenzado hacia atrás, enroscado en un tipo de chongo para evitar llevar cualquier moño o adorno.

Y al fondo, sobre el estrado tallado en madera con motivos dorados, estaba el sacerdote, delineado en una sotana púrpura con blanco y algunos sutiles, pero no menos extravagantes, detalles en oro viejo.

Me acomodé a paso apresurado en lugar que me habían designado para la ceremonia luctuosa, de pie, como todos los demás (porque es una forma de mostrar respeto) y a pesar de que siempre he sido de las que les echan un repaso bastante rápido y poco detallado a los lugares, no necesité de una gran habilidad observadora para darme cuenta de lo retorcido que era el asunto.

Quedé pasmada, completamente congelada sobre unas rodillas que de pronto se sintieron tan rígidas que estaba segura de que no me responderían cuando llegara el momento en que nos dijeran que ya podíamos sentarnos.

—"Estamos aquí reunidos en memoria de María del Carmen Rangel Lozano y familia:

Buena hija

Excelente hermana

Y una madre abnegada y ejemplar"— el sacerdote comenzó con su discurso, su voz calmada, amable y varonil resonando en las bocinas que habían sido estratégicamente colocadas en cada esquina del lugar.

El silencio se tornó espeso, agudo, pesado.

Y pronto fue acompañado por un par de lágrimas que, como buenos cómplices de un momento importante, no quisieron hacer sonido al caer.

—"Estamos aquí reunidos como la familia que somos, una gran familia que vive, siente y llora una ausencia" —prosiguió sabiéndose escuchado—"Te recordaremos siempre como un pilar, como una ayuda y como una compañera"

Un par de sollozos hicieron eco en el ambiente, seguidos de unas pocas palabras de apoyo dichas en tono secreto.

"Fuiste esa mano que nunca dudo en extenderse para sostener y para dar a los que más te necesitaban" —continuó, y más lágrimas cayeron—

"Las palabras nunca van a ser suficientes para poder expresar cuanto le harás falta a esta pequeña comunidad que convertiste en tu hogar. Pero en Las Hermanas de la Merced sabemos que volveremos a verte cuando llegue el día en que San Pedro nos abra también las puertas del cielo, y esa es nuestra dicha y nuestro consuelo"




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