El día que besé a mi mejor amigo

Un plan no tan perfecto,con fisuras

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Podríamos decir que aquel martes no era más que un martes cualquiera. Bueno, al menos así es como empezó. Me desperté antes de que mi móvil pudiera avisarme de que eran las seis y media, como siempre me adelanto a la alarma, la cual ya no suponía más que un recordatorio rutinario.

Nada más desactivar aquella alarma, me puse manos a la obra con mi pequeña rutina mañanera: quince minutos de ejercicio al despertar siempre son beneficiosos para activar el cuerpo y empezar con energía. Acto seguido, me di una ducha rápida de agua fría sin entretenerme demasiado, porque debía estar listo antes de que dieran las siete.

Me vestí con la ropa que había preparado la noche anterior en el escritorio; hice la cama sin dejar una sola arruga, dado que ya había dejado tiempo más que suficiente para que esta se aireara; di de comer a mi pez, Glotón, la ración justa para pasar el día. Mera ya se encargaría de que picara entre horas. Finalmente, cogí mi mochila, asegurándome de que tenía todo el material necesario para las clases y el deber que había acabado la noche anterior con buena letra.

Una vez todo listo, con tres minutos de margen, me acerqué a la cocina para prepararme un nutritivo desayuno con todo lo necesario para enfrentarme a aquella mañana: huevos revueltos, tostadas, un par de lonchas de pavo, una manzana y, claramente, un café bien cargado y azucarado. Aprovechando el viaje, me preparé el almuerzo, el cual iba a necesitar si pretendía llegar con vida a la comida en casa de Mera. Además, le dejé preparado el almuerzo a mi madre, seguro que me lo agradecería al despertar después de un turno nocturno de lunes.

Una vez desayunado y con todo perfectamente en su sitio, salí de casa, asegurándome de haber cerrado y comprobando siete veces que había cogido las llaves. No quería que mi madre se encontrase «sorpresas» al despertar, manías mías que a Mera la sacaban de quicio.

Hablando de ella, allí era precisamente donde me dirigía, a intentar acelerar el motor de mi mejor amiga. Con suerte, era «día de ducha» y al menos ya estaría despierta, quizás en albornoz, pero despierta que no es poco. Desde el día del corte, no ha vuelto a ser realmente la misma. Sin embargo, esto era algo mucho más personal, dado que el cabello de Meraki era su bien más preciado: algo bonito, inherente a ti, de lo que presumir, y que por suerte no necesitaba de ningún cuidado en especial. Era su superpoder, pero, por culpa de aquel dichoso chicle de frambuesa, le pasó un Sansón y toda fuerza la abandonó al pasar la tijera. Sinceramente, sufrimos juntos por la tragedia y juré en silencio que si pillaba a quién hubiera hecho eso, bueno, digamos que no necesitaría productos capilares en meses.

En fin, Mera estaba más de bajón que de costumbre, pero ese día íbamos a poner el plan en marcha e iba a hacer que se desmelenase; bueno, ya me entendéis.

Al llegar a su casa, siempre alborotada y llena de jaleo, su padre Dylan me abrió con amabilidad, pero con expresiones de disculpa en el rostro. Después de que su padre avisara de mi presencia, Meraki tardó bien poco en aparecer en la puerta. Con su pelo corto todavía desigual y su conjunto completamente aleatorio, tan solo le faltaba la guinda del pastel que completara el «outfit»: ir descalza era de las mejores opciones. Me reí al verle los pies descalzos de manera completamente involuntaria y ella, al darse cuenta, fue corriendo a calzarse, con la mirada exasperada de Dylan en la nuca.

—¿Segura de que lo tienes todo? —pregunté de manera rutinaria cuando volvió, aunque iríamos descubriendo qué le faltaba a lo largo de la mañana, como de costumbre—. ¿Los libros de hoy?

Esta asintió, también rutinaria. Su despiste crónico le había generado aquel mecanismo de defensa tan directo. Era tan… Meraki. Pero no confundiros: no era un desastre con patas, sino MI desastre con patas, y así era ella. No la cambiaba por nada.

Una vez ella se hubo despedido de sus padres, caminamos rumbo al instituto, y le recordé sobre los deberes que bien sabía que no había hecho. Me ofrecí a dejárselos, obviamente, aunque esta vez el que iba a salir ganando era yo: íbamos a poner en marcha la «Operación Gabe».

Por alguna razón, Mera, a pesar de estar completamente coladita por el gili… estúpido de Gabe, aún no era capaz siquiera de hablarle por mensaje, y eso para mí era extremadamente frustrante. Desde que la conocí, supe reconocer que con Meraki no se podía andar con medias tintas y que era lo suficientemente fuerte como para soportar los palos que te da la vida… literalmente. Nunca un golpe en la cabeza con un palo de hockey había generado una amistad tan sana y fuerte como la nuestra. Todavía me siento culpable por lo que pasó, pero eso no me impedía bromear sobre la dureza de su cráneo. Aunque bueno, lo de cabezota tiene también un segundo significado.

—Para él soy invisible, ni siquiera me saluda cuando vamos juntos. Y si lo hace es porque me señalas.

—Mera, eso ya es algo. —Pasé mi brazo por encima de sus hombros para transmitirle confianza en un abrazo que estaba seguro iba a necesitar sin importar recibir un empujón burlón a cambio.

—Quizás si me pusiera un escote que dijera, «hola, mira mis melones». —Me reí inmediatamente: es obvio que bromeaba, pero lo cierto es que era así de simple. Si se le volvía a ocurrir, debía de frenarla—. Va detrás de las chicas que le ignoran y yo babeo cada vez que le veo.

Bueno, en eso no le faltaba razón: quizás no fuera literal, pero, aun así, hice el gesto de limpiarle el mentón de babas con mi pulgar. Claro que ella se rebotó subiendo a mi espalda para dejarme el pelo como un nido de cigüeñas, pero no me importaba porque valía la pena hacerla rabiar. Al llegar al centro nos comportamos de la mejor manera, aunque a ella se le notaba realmente cortada. Claro, la respuesta era obvia, dado que allí estaba Gabe haciendo, bueno, cosas de adolescentes: observar al resto sin pensar demasiado de pie en medio del pasillo. Cerca de Olivia, observándola a ella y a todas sus amiguitas.




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