El Día Que Decidí Morir

I

La tarde cae. El cielo rojo como la lava atraviesa las espesas nubosidades; aquellos borregos enfurecidos azotan con furia implacable a la tierra. Su contenido quema como el aceite hirviendo, haciendo correr despavoridos a quienes osan pasar bajo sus dominios.

     Mis pies comienzan a avanzar al lugar del que todos huyen, casi sin pedir permiso, casi hambrientos de los que el horizonte promete. Miro fijo, con una ilusión en el rostro, con la decisión que sólo los que tienen a su deseado objetivo enfrente conocen. Con la muerte tan anhelada rosando mi piel.

     Grita desesperada mi mente, empero mi cuerpo es silente, inescrutable, quien me viera pensaría que nada me pasa. Reclamo al universo sin esperar respuesta, aunque deseando una firme y convincente. No sé si los chillidos de los seres bípedos que pasan junto a mí, quemados por la lluvia y agonizando sean una resolución que no puedo descifrar.

     ¿Qué se siente poseer tanto poder y hacer que quienes se creían los dueños del mundo corran como el antílope del león? Qué dulce venganza, ¡oh madre Tierra!, les propagas el castigo merecido a tus hijos ingratos. ¿O acaso Tú, infame Dios, has culminado tu obra maestra con un final tan espectacular? Pobres de tus hijos, actores sin talento cuyo destino ha sido no poder salir de personaje.

     Mira cómo corren por el miedo, se desbordan por los pasadizos esperando prolongar un poco más su patética actuación. Yo no temo, no siento, no me interesa este empleo. Haz conmigo lo que te parezca conveniente. No tengo a nadie, no poseo nada. Mi fin no será un gozo para ti.

     Ahora camino sin pensar a través de este túnel, como quien no tiene cerebro, como a quien le falta sentido común, como quien ya no tiene nada que perder. Contemplo la última escena que se enmarcará en mi memoria. El postrer ocaso para mí. No merecía menor desgracia en su muerte una vida tan desgraciada como ésta. Lluvia, líbrame de este pesar.

     Casi dos años desde el fin y cada atardecer parece un nuevo final. Se muere a cada instante y la humanidad agoniza, la bestia bípeda también. El rojo del cielo en el horizonte contrasta con las cada vez más negras nubes que surcan el cielo en el sentido del sol, como prometiendo un futuro más caótico. La oscuridad traga a la luz, tal como la muerte a la vida. El mundo que me rodea se asemeja a un teatro abandonado que alguna vez presentó la obra de la vida, sin telón y con la escenografía roída y desvencijada. La pregunta perenne: “¿Será hoy mi día?”, no se escuchará más resonar en mi cerebro. “Hoy es el día”, me dice el ambiente con perentoriedad.

     Agua nubla mi visión… ¡No me ha quemado!… ¿Estoy llorando? No alma mía, no sientas añoranza por un lugar así. ¿Es que nunca te imaginaste entregarte a la muerte, sin siquiera luchar, o es que algún dejo de felicidad aún remembras? ¡Vamos, alma mía, para qué luchar más en esta batalla hecha para perder!

     Siento una compresión en el pecho, creo que antes le llamaba sentimientos, ahora es sólo una molestia, una de las últimas. Hace tanto que los sentimientos son tan inútiles en el mundo como lo es la conciencia, el lenguaje y el futuro; quimeras humanas en un mundo tan material.

     La lluvia se ve tan cerca. Su apariencia promete una caricia. Quiero pensar que no dolerá y que me refrescará como otrora; que aquellos diminutos diamantes cristalinos poseen la magia de la vida que la humanidad tanto apreció de ellos.

     Mi derrotero está tomado. Ya no hay nada que pensar. Camino con los ojos cerrados, esperando el deseado momento en que esta voz que intenta dar sentido, aunque sea a mis últimos andares, guarde silencio al fin. Muerte, sé amable, como jamás nadie lo fue en mi vida.

     Los restos de una gota queman lo que de pantalón me queda. El dolor me hace contraer el rostro, antes considerado bello, que nadie verá más. Esta sensación más que una amenaza, es una promesa. Tomo aire, mi final prerrogativa de vida y el hedor que se respira en este día, del que no lograré apreciar su fin, me hace retroceder, mientras una arqueada recorre mi estómago, ya de por sí vacío. El hambre me molesta y me recuerda el dolor de permanecer vivo. Adiós menester mundano.

     Cansado de prolongar mi muerte, de retrasar el remate de lo que llamo vida, a falta de una mejor definición, tomo prestadas las finales fuerzas de mi ya magro cuerpo para saltar a mi morada terminal. El viento acaricia mi faz, experimentando la sensación que más amé en el mundo. Los recuerdos vagan por mi mente, se presentan en mi fuero interno por última vez para despedirse y mostrarme lo que fui, lo que ahora soy y lo que no quiero ser. Me quedo con lo que fui, olvidando lo que ya no soy. Ella viene a mi mente, casi puedo jurar que extiende su mano con ternura. Detecto en su rostro una mueca casi imperceptible de desaprobación. Ella nunca aprobó la muerte, siempre abogó por la vida.

     Falta poco, amor mío.

     Casi escucho cómo el agua se une, ensamblando sus moléculas en el hastial del túnel para formar una gota, mi gota. La oigo desgastar la superficie de la que se sostiene y sé que pronto me dará su beso mortal. Guarda silencio, debe venir a mi encuentro.




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