Capítulo 1
Mía – 29 de febrero de 2025
Río de Janeiro
No sé por qué vine.
Bueno, sí lo sé.
Pero no quiero admitirlo en voz alta.
Me dije que era por nostalgia. Por cerrar ciclos. Por demostrarme que soy más fuerte de lo que alguna vez fui.
Mentira.
Estoy aquí porque es 29 de febrero.
Y aunque pasaron cuatro años, aunque dije que jamás volvería, una parte de mí aún cree que él estaría.
El muelle está igual.
La madera cruje como si también recordara nuestros pasos. El mar huele a infancia, a promesas que hicimos cuando aún no sabíamos que la vida no perdona la inocencia.
Y entonces lo veo.
Él.
Tiago.
Su espalda. Su postura. Esa forma en la que sostiene las manos como si estuviera a punto de soltar el mundo.
No me ha visto.
Y no sé si quiero que lo haga.
—Vine hace cuatro años. —Su voz me atraviesa sin siquiera volverse a mirarme—. No estabas.
Me caso, Mía.
Me quedo sin aire.
Ni siquiera sabía que lo tenía contenido.
Me caso.
Dos palabras que me hacen sentir como si el suelo desapareciera. Como si este día—el que no existe—fuera el único donde alguna vez existimos.
Aprieto los dedos. Quiero decirle tantas cosas.
Que lo intenté.
Que tuve miedo.
Que hubo una noche que cambió mi vida entera.
Que todo lo que creé después… también es parte de él.
Pero solo trago saliva.
Y sonrío.
Porque esa es la forma en la que aprendí a sobrevivir: callando lo que duele más.
—Felicidades —le digo, con una voz que no suena a mí. Suena a alguien rota, envuelta en un disfraz de estabilidad.
Él se gira. Por fin.
Sus ojos me miran como si de verdad no esperara verme. Como si todo lo que construyó en mi ausencia se tambaleara por un segundo.
No nos tocamos.
No nos acercamos.
Pero todo en mí grita que lo haga. Que cruce los tres pasos que nos separan y le diga lo que vengo callando desde hace años.
—Te ves… diferente —susurra.
—Han pasado cuatro años —respondo.
Y han pasado siglos dentro de mí, pero eso no se dice. No ahora.
Él asiente, como si entendiera más de lo que estoy dispuesta a contar. Como si pudiera leer en mis ojeras todas las madrugadas sola, en mis manos temblorosas todo lo que he sostenido para que nada se caiga.
—¿Viniste por mí?
La pregunta cae como un balde de agua fría.
No puedo mentirle. Pero tampoco puedo decirle toda la verdad.
—Vine a despedirme del muelle. Ya no tiene sentido seguir viniendo, ¿no?
Sus cejas se fruncen apenas. Un gesto mínimo, pero suficiente para quebrarme un poco más por dentro.
—¿Estás bien, Mía?
¿Estoy bien?
Estoy viva. Respiro. Camino. Me sostengo.
Pero eso no significa que esté bien.
No cuando cada noche temo cerrar los ojos.
No cuando tengo que fingir que todo está bajo control.
No cuando me duele tanto mirar a los ojos de mis hijos y no poder prometerles que estarán a salvo.
Así que miento.
Una vez más.
—Sí. Estoy bien.
Él me mira con esa mezcla de ternura y desconfianza que siempre tuvo. Como si supiera que no le estoy diciendo todo, pero no se atreviera a presionar.
Y entonces, Tiago da un paso hacia mí.
Lento.
Preciso.
Como si el universo le dijera que aún estamos a tiempo de detener esta boda.
De cambiarlo todo.
Pero en lugar de eso, me sonríe.
—Me alegra verte.
Yo no respondo.
Porque mentir otra vez dolería demasiado.
Desvío la mirada hacia el mar. Ese mar que fue testigo de nuestras versiones más puras.
Y sin quererlo, lo recordé.
La primera vez que prometimos volver.
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Año 2009 — 8 años
Campamento de verano, Río de Janeiro
—¿Y si nos volvemos a ver dentro de cuatro años? —dijo Tiago, con la boca llena de helado de coco.
—¿Cuatro? Eso es mucho tiempo —fruncí el ceño.
—Sí, pero así será más especial. Tiene que ser el 29 de febrero. Solo pasa cada cuatro años, Mía. Es como… mágico.
Le observé con esa mezcla de admiración infantil y conexión extraña. Tenía una piedrita en la mano. Me la dio.
—Si vienes, trae esto. Será la prueba de que no te olvidaste.
Asentí.
No porque entendiera la promesa, sino porque ya me gustaba prometerle cosas a él.
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2025 — Presente
Vuelvo al presente.
A mi mano.
A la piedrita que llevo en el bolsillo desde hace dieciséis años.
—¿Aún la tienes? —pregunta Tiago sin mirarme, como si pudiera leer mi mente.
Asiento. No necesito mostrarla.
—Yo también —susurra, tocándose el pecho, como si aún la guardara ahí.
Y por un segundo… por un instante eterno…
olvidamos que hay un anillo en su bolsillo,
y heridas en el mío.
El viento sopla. El sol comienza a caer.
Y aunque este día no existe…
una parte de nosotros aún lo hace.
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Editado: 31.05.2025