El día que no existe

2.

Capítulo 2 – Mañana en Florianópolis — Río de Janeiro

Mía

Santiago corre por la sala con una camiseta en la cabeza. Se cree un superhéroe.
—¡Soy el guardián del mar! —grita, lanzándose entre los cojines.

Luna lo sigue desde el comedor, agitando una cuchara como si fuera una varita mágica.
—¡Y yo soy la sirena encantada!

Se inventan mundos. Mundos sin relojes. Sin bodas. Sin silencios que cortan el aire.

Los miro.

Y de pronto lo veo. A Santiago. Pero también… a Tiago.
El ceño fruncido cuando se concentra. Los labios apretados justo antes de lanzar un grito de victoria.
Es tan Tiago, que duele.

Cierro los ojos.

Y ahí está su voz. Nítida. Seca. Letal.
Me caso, Mía.

Trago saliva. Respiro hondo. No ahora.
No todavía.

—¿Quieres ser parte de nuestra misión secreta? —pregunta Luna, ofreciéndome su cuchara.

Sonrío.
—Siempre.

Y por un momento, me dejo salvar por ellos.

—¡Misión especial: salvar el desayuno! —declara Luna con el ceño fruncido y la cuchara en alto.

—¡Activando escudo de invisibilidad! —Santiago se envuelve en la cortina, transformado por completo.

Debería estar buscando mochilas. Emparejando medias. Asegurándome de que Lucas no encuentre la cocina hecha un desastre.
Pero me dejo ir.

Me meto bajo la mesa. Tomo un tenedor. Lo convierto en espada.
—Comandante Mía, reportándose.

Se iluminan.

Y jugamos. Como si el mundo fuera seguro. Como si no doliera tanto vivir.

Pero el reloj no perdona.

Miro la hora.
Y el corazón se me sube a la garganta.

—¡Son las siete treinta y cinco! —grito, saltando—. ¡Vamos, vamos, vamos!

Luna se queja. Santiago se tira al piso, en pose de “muerto trágico”.
—¡Nooo, mamá! ¡El planeta nos necesita!

—Puede esperar hasta las tres. Pero la directora no —respondo mientras recojo mochilas, galletas y zapatillas al mismo tiempo.

Corremos. Calcetines desparejados. Cabellos revueltos. Galletas a medio masticar.

Y pienso:
Así es mi vida.
Rota.
Caótica.
Llena de amor verdadero.

Hasta que Lucas vuelva.
Y todo tenga que volver a parecer perfecto.

Estamos por salir cuando escucho el clic de las llaves.
Ese sonido que se clava.
Lucas.

Entra sin saludar.
Ni una palabra. Solo esa mirada.
Directo al pelo despeinado de Luna.
A las medias desparejadas de Santiago.
Al botón mal cerrado de su camisa.
—¿Así piensas llevarlos?

Los niños se quedan quietos. Lo sienten antes de entenderlo.
Ese cambio en el aire.
Ese silencio que lo precede.

Lucas se agacha. La sonrisa puesta, como si estuviera en una vidriera.
—No pueden ir así. ¿Quieren avergonzar mi apellido?

Acomoda el cuello de Santiago. Con más fuerza de la necesaria.
Estira las medias de Luna.
Pasa sus manos por sus cabellos como si fueran muñecos mal armados.

Y ellos… no se mueven.
No respiran.
Yo tampoco.

Subimos al auto.
Nadie dice nada.

El motor ruge.

—Let’s practice —dice Lucas, mirando por el retrovisor—. What color is the sky?

—Blue —responde Luna, con esa dulzura que todavía no sabe protegerse.

—Good. And you, Santiago?

Mi hijo duda. Se muerde el labio.
—…azul.

—In English. Come on.

Santiago mira por la ventana.
Silencio.

—Too slow. Too slow and too dumb, maybe —murmura Lucas. Apenas un susurro.

Pero yo lo escucho.
Y ardo.

—No vuelvas a hablarle así —escupo. Mi voz no tiembla. Por primera vez en días.

Lucas gira el rostro apenas. Me mira como si yo fuera un error del sistema.
No dice nada.
No necesita.

El silencio es su mejor arma.

El auto se detiene frente al colegio.

Salgo antes de que apague el motor.
Abro las puertas traseras.
Tomo a mis hijos de la mano.

—Vamos.

Santiago se limpia la cara con la manga.
Pero las lágrimas ya le mojan las pestañas.

Me agacho frente a él. Le tomo el rostro.
—Escúchame bien, mi amor. Eres el niño más brillante del mundo. No dejes que nadie te diga lo contrario. Nadie. Ni siquiera él.

Santiago asiente. Bajito. Como si aún dudara si está bien creerme.
Luna le toma la mano. Fuerte.

Y entonces, lo dice.
Con esa inocencia que duele más que un golpe.

—Tiago, ven conmigo.

Me falta el aire.

Ella no sabe.
Pero yo sí.
Y eso basta para romperme un poco más.

Vuelvo al auto con las manos temblando.
Todavía puedo sentir los deditos de Santiago soltándose de los míos.
Como si el mundo entero se hubiera deslizado por mi palma.

Lucas no espera a que cierre la puerta.

—Tu debilidad lo está haciendo tonto —dice. Así, sin rodeos. Sin mirar.

Y yo.
Yo ya no sé cómo tragarme la rabia sin ahogarme.

—No quiero tener un hijo tonto.

No lo pienso.

—Tal vez no quieres tener un hijo que no es tuyo —respondo.
Las palabras salen como piedras.
—Y por eso no tienes una pizca de amor ni de paciencia con él.

El auto frena de golpe.
Mi cabeza se sacude hacia adelante.
No grita. No golpea el volante. No hace escándalo.

Eso sería demasiado fácil.

—Les di mi apellido —masculla, con los dientes apretados—. Les pago el mejor colegio de esta ciudad. Fútbol. Ballet. Tenis. Robótica. Francés. Inglés. Viven como reyes. ¿Y tú? ¿Qué haces tú? ¿No te parece que eres una desagradecida?

Desagradecida.
La palabra me cae como vidrio molido en la lengua.

—No le vuelvas a hablar así. Fin de la conversación.

—Son mis hijos también, Mía. Yo pago por ellos. Si no te gusta cómo les hablo, edúcalos tú.

Lo miro.
No digo nada.

Y eso… lo desespera más.

Esa calma que no es calma.
Ese silencio que no obedece.

Entonces sonríe.
Esa sonrisa.

La que conozco.
La que corta.




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