Antes.
Después de esa noche en la playa, pasaron varias semanas y no supe más de Daniel. Pensaba en él a cada momento, recordaba su voz, su sonrisa, su rostro, sus ojos.
Me había hecho a la idea de que solo era un bello recuerdo; estaba completamente segura que nunca más volvería a encontrarme con él, pero muy, muy dentro de mí, llevaba abrigada la esperanza de que Daniel se cruzara nuevamente en mi camino y, afortunadamente, así fue.
Esa tarde estaba estudiando en una de las sillas del jardín. Me tomaba un jugo de naranja y leía un libro cuando sonó mi teléfono. Era Karla, sonaba alterada, nerviosa. Entre lágrimas y sollozos logré entenderle que necesitaba hablar conmigo, que tenía algo urgente que contarme; no quiso llegar hasta la casa, entonces acordamos encontrarnos en el parque.
Salí inmediatamente. Estaba preocupada, aunque últimamente era normal que Karla llamara en ese estado después de una pelea con Jonathan, me inquietaba eso tan urgente que tenía que contarme. Diez minutos después llegué; la busqué, pero no la encontré: “No ha llegado”, pensé; así que decidí esperarla.
Transcurrieron así 40 minutos más y Karla no llegaba. A medida que pasaba el tiempo me convencía de que todo no era más que una de las tantas crisis nerviosas de las cuales sufría; de seguro, cuando me llamó se había peleado “nuevamente” con mi hermano y ya se habían reconciliado.
En esas últimas semanas, discutían mucho. Jonathan me había comentado con anterioridad que estaba desesperado y que quería terminar con aquella relación que cada vez se hundía más. Karla no aceptaba esto y seguía empecinada en algo que, según él, ya no tenía remedio.
Ella lo amaba, pero a pesar de eso, tenían una relación inestable; siempre discutían. Jon culpaba a Karla, decía que era posesiva, caprichosa, celosa y realmente lo era; el amor que Karla sentía por Jonathan se le estaba saliendo de las manos, estaba por completo fuera de control.
Desde que estaban muy jóvenes supe que ellos dos se atraían, existía entre los dos una fuerte química que era más que evidente, pero fue hasta un año después de que Jonathan sufriera una fuerte desilusión amorosa que se unieron en una relación romántica.
Aquella pareja fue una de las pocas alegrías que tuve hasta entonces. Jon se veía alegre, entusiasmado, muy interesado y Karla estaba dichosa. Pero con el pasar de los meses, Karla se tornó obsesiva, celosa, insegura; poco a poco fue extinguiendo aquel gran cariño y respeto que Jon le profesaba desde adolescente. En los últimos días, esa relación andaba peor de lo normal, al borde de una ruptura definitiva.
Me disponía a irme, pues ya había pasado una hora y estaba segura de que Karla ya no vendría, cuando nuevamente, después de todo aquel tiempo, volví a verlo. Estaba parado con las manos en los bolsillos de su abrigo, justo enfrente de la fuente donde yo estaba la primera vez que lo vi.
Lentamente, me acerqué y lo llamé con un poco de timidez, con una pequeña sonrisa en mi rostro. Él se volvió, me miró y en sus ojos resplandeció un brillo de sorpresa y alegría. Yo estaba fascinada, con un sinnúmero de emociones recorriendo mi cuerpo.
Intercambiamos dos o tres frases amables y me despedí dando la vuelta. Me detuvo tomándome del brazo y se ofreció llevarme a casa.
—No hace falta —agradecí cortésmente—, vivo cerca, puedo irme caminando.
—Insisto, por favor.
«¿Cómo podía negarme ante tanta caballerosidad?».
—Está bien —acepté, emocionada.
Una vez en camino, noté un extraño gesto de perturbación al indicarle el trayecto que debía seguir, pero estaba más interesada en su encantadora compañía y en su perfume que me cautivaba, que pronto olvidé el asunto. Es que en esos momentos me sentía tan absorta en su mirada, que todo lo demás carecía de importancia; mi mundo solo giraba en torno de esos ojos que me miraban con intensidad, de esa sonrisa en su rostro que me sujetaba, de esa voz cálida que me envolvía.
De pronto, toda aquella magia se desvaneció. Su agradable rostro se transformó casi que de inmediato, al enunciarle que llegábamos. Me miró serio, deteniendo el auto. Le agradecí inquieta, fijándome en su extraña actitud. No pronunció palabra alguna, solo me miró con detenimiento, como si estuviera reconociéndome. Intentaba bajarme del auto cuando me detuvo.
—¿Tu apellido…? —preguntó ofuscado—. ¿Tu apellido es Eslodon? —asentí algo sorprendida. Su rostro se tensó y sus facciones se endurecieron—. Entonces tú eres Elizabeth… Elizabeth Damiana, la hija menor de Víctor Eslodon —sonrió irónico.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté confundida.
—Creo… es mejor que te bajes de una vez —su voz sonó muy dura y su mirada se fijó en el frente.
Lo miré aturdida; sentí un profundo dolor en mi pecho; abrí la puerta y salí. Puso el auto en marcha y se alejó.