Antes.
***
Recuerdo muy bien aquella noche.
La tengo impresa en mi memoria, tan nítida como si ahora nuevamente la estuviera viviendo. Recuerdo perfectamente las palabras de mi padre:
Elizabeth, Jonathan... dentro de unas semanas me voy a casar.
—¿Qué? —pregunté más que molesta, desconcertada.
No podía creerlo, ¡iba a casarse! Por qué hasta ahora nos lo decía. Indignada, le reproché su falta de consideración. Titubeante, trató de justificarse: "Necesitaba tiempo", "quería estar seguro", "temía equivocarme", en fin, ninguna convincente.
Mientras yo ardía de indignación por ser de los últimos en enterarnos, Jonathan permanecía en silencio, rumiando su propio desacuerdo. Pero, sus razones eran muy diferentes a las mías; no necesitaba hablar, los destellos furiosos que expulsaba su mirada lo decían todo.
Víctor intervino para calmar la situación. Después de varias réplicas y discusiones, comprendí que, al final, esa era su decisión. Además, siempre había deseado que encontrara a alguien que lo amara y lo acompañara.
Por eso era que no podía entender por qué nos lo había ocultado tanto tiempo. Me hubiera gustado conocerla desde el principio, hablar con ella, pero, bueno... después de todo lo único que me tocaba era esperar que por lo menos fuera una buena mujer, pero ante mi inocente comentario, Jonathan se desbordó en comentarios sarcásticos sobre la nobleza y virtud de la futura esposa.
—¡Basta, Jonathan! —gritó papá
Jonathan se levantó desafiante, enfrentándolo. El ambiente en la sala se volvió pesado y faltaba poco para que el enfrentamiento se tornara violento. Me interpuse entre ellos, temerosa, tratando de entender de qué se trataba todo aquello, pero Jonathan alegó que las explicaciones no debían proceder de él, y que tampoco estaba interesado en escucharlas. Dicho esto, se marchó.
Intenté detenerlo, pero fue inútil. Desconcertada, me acerqué a Víctor, buscando las respuestas que Jonathan se había negado a darme. No podía comprender la causa de ese enfrentamiento absurdo.
Víctor se limitó a defender a su prometida, asegurándome que era una mujer excelente, a pesar de las groserías de Jonathan. No tuve más remedio que aceptar las ambiguas razones de mi padre y resignarme a la idea de aquel inesperado matrimonio.
Le puse una única condición a Víctor: que la trajera a casa lo antes posible. Accedió gustoso y me lo prometió solemnemente. Pero esa fue una de las peores decisiones que he tomado en mi vida, y la única promesa que jamás debí pedirle a mi padre.
Pasaron los días sin noticias de Daniel.
No sabía nada de él y contrario a lo que supuso Catiana, día tras día, sin entender el porqué, lo extrañaba más y más. Quería hablarle, verlo. No podía entender por qué sentía todo aquello, no lo lograba comprender.
Contrario a lo que Catiana pensaba, cada día lo extrañaba más. Quería hablar con él, verlo, pero no podía entender por qué me sentía así. Trataba de no pensar en él, de no recordarlo, pero el sentimiento era más fuerte que mi voluntad. Cada día que pasaba me hundía más en una tristeza profunda. Estaba de mal humor y sufría de constantes dolores de cabeza.
Jessica me visitó varias veces, preocupada por mi salud. En una de sus visitas le hablé de Daniel. Curiosa, quiso saber quién era, ya que si estuvo en la fiesta en la playa, tal vez lo conocía. Justo cuando estaba a punto de describirle su aspecto físico, entró Nana Letty en la habitación. Informaba que desde la casa de los Regueiro, la familia de Jessy, habían llamado solicitando su presencia de inmediato.
La salud de Papá Ricardo seguía siendo delicada, y esa llamada nos puso muy nerviosas. Jessy salió apresurada, y no pudimos terminar nuestra conversación. En esos momentos, obviamente, los asuntos de su familia eran mucho más importantes.
Una vez Jessy se fue, quedé nuevamente sola, y los recuerdos de Daniel no tardaron en invadir mi mente. Era como si estuviera hechizada, víctima de un encantamiento del que no podía escapar.
Una mañana, dos meses después de aquel encuentro en el parque, me desperté sintiéndome peor que nunca. Estaba mal, tanto física como emocionalmente. La depresión, mi fiel compañera, me envolvía en un abrazo sofocante y desesperanzador. Sin embargo, decidí ir a clases; quedarme en esa enorme y solitaria casa era mucho más agobiante.
Durante la mañana, un fuerte dolor de cabeza me atormentó, y pasé la mayor parte del tiempo en la enfermería. Cuando finalmente salí de clases y llegué a casa, ni siquiera me cambié el uniforme escolar antes de decidir salir a caminar hasta el parque.
Fue una idea descabellada en mi estado, pero me sentía tan sola en casa que necesitaba huir, despejarme, recibir un poco de aire fresco. Caminé durante largo tiempo, sin darme cuenta de que había tomado un camino diferente al del parque.
A medida que avanzaba, el dolor en mis sienes se hacía más insoportable. Me detuve, intenté seguir, pero nuevamente me detuve, apoyándome en una farola. Cerré los ojos. Sentía que la vida se me escapaba lentamente.
—¡Damiana!, ¿Qué te pasa?, responde, ¿te sientes mal?
Abrí los ojos lentamente y me encontré con unos añorados ojos azules y una voz familiar que preguntaba con profunda preocupación. Sentí que todo a mi alrededor daba vueltas, un abismo se abrió a mis pies, y caí en una plácida oscuridad.