El diario de Damiana

Hospital San Agustín

El 14 de enero de ese año, Daniel y yo cumplimos nuestro segundo aniversario de bodas. El aniversario anterior lo celebramos en Villa Andrés. Pasamos una velada realmente maravillosa e inolvidable. Por eso, ese día, quise y me empeñé en que nos fuésemos para la hacienda. En ella pasamos nuestra noche de bodas y nuestro primer aniversario, yo quería igualmente celebrar aquella fecha en ese lugar.

En esos días llovía muy fuerte; un terrible clima azotaba la ciudad. Las carreteras estaban prácticamente intransitables y la vía a la hacienda estaba sumamente pantanosa. Daniel quiso postergarlo, pero caprichosamente insistí alegando que el año pasado había llovido igualmente y nada había pasado. Me obstiné tanto hasta que terminé por convencerlo.

Partimos muy temprano aquel día. Jessica se quedó a cargo de Daniel Ricardo. El auto sufrió una avería por el camino y, con gran esfuerzo, pudimos llegar. Cuando llegamos, quisimos salir a recorrer la hacienda, pero fue completamente imposible, todo estaba envuelto en un espeso lodazal. Sin embargo, Daniel no perdía su excelente humor y pese a tantos contratiempos hicimos que el resto del día fuese realmente agradable.

Por la tarde arreció la lluvia, un fuerte aguacero que duró hasta entrada la madrugada, azotó sin contemplación la hacienda. Por la mañana no pudimos regresar a la ciudad debido a que Daniel no logró arreglar el auto y mucho menos pudimos conseguir quien lo hiciera. Entonces, yo, agravando aún más la situación, llamé a Jonathan para que viniera a buscarnos.

Como siempre, amable y comprensivo, aceptó ir a rescatarnos. Daniel se oponía a que Jonathan viajara en aquellas condiciones pues, aunque la lluvia fuerte había menguado, aún caía un pequeño rocío. Pero terca, seguí insistiendo, menospreciando aquel inclemente clima que resultó ser mi más cruel verdugo.

Jonathan llegó al mediodía, nos informó que las autoridades locales habían emitido una alerta naranja debido a que había amenazas de derrumbes. Propuso que saliéramos inmediatamente, ya que temía que por la noche hubiese algún desprendimiento o deslizamiento que obstaculizara las vías y ya no pudiésemos seguir. Una vez más, Daniel nos llamó a la cordura, él pensaba que lo mejor y más conveniente era esperar hasta que la lluvia cesara y luego, entonces ahí si tomar carretera. Pero Jonathan y yo pensábamos que esperar era peor ya que si, más adelante, se presentaban derrumbes o aludes ya no podríamos viajar. Entonces, una vez más, convencí a Daniel.

Partimos inmediatamente. Era ya de tarde y oscuras y turbulentas nubes anunciaban una nueva y terrible tormenta. Daniel conducía, yo estaba sentada a su lado y Jonathan en el asiento trasero.

Llevábamos recorridos varios kilómetros cuando la lluvia se precipitó violentamente contra la zona. Prácticamente era nula la visión pues una espesa neblina cubrió todo el lugar.

Daniel, por favor, ten cuidado -pedí nerviosa, pues en varias ocasiones sentí que el auto se deslizaba.

Eso intento, pero es bastante complicado, la carretera está resbalosa y casi no puedo ver más allá del capó.

Entonces... no sé qué pasó... todo fue tan rápido... pasó en solo unos segundos.

Daniel frenó bruscamente, unas enormes rocas se desprendieron y una avalancha de lodo cayó casi encima del auto. Íbamos en una curva, con la frenada el auto se salió de la carretera. Una sensación de vacío y pánico me invadió. El auto daba vueltas y vueltas y nosotros dentro de él, las puertas delanteras se abrieron, como yo no tenía puesto el cinturón salí expulsada violentamente del auto. Sentí un fuerte golpe, intenté levantarme, pero no pude, las piernas no me respondieron, y ante mis ojos vi como rodaba el auto y segundos después... hubo un gran estruendo acompañado de una fuerte explosión. Desesperada y angustiada me arrastré hasta ellos, pero resbalé en el lodo y un nuevo golpe en la cabeza me hizo perder el conocimiento

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Desperté por la mañana. Una venda forraba mi frente y un fuerte dolor torturaba mi cabeza. Desperté asustada, nerviosa, aterrorizada. Una enfermera estaba en la habitación y corrió a mi lado.

Tranquila, jovencita, tranquila, debe tratar de calmarse.

¿Dónde están? -pregunté desesperada- ¿Dónde están?

Las dos personas que estaban en el auto fueron halladas muertas en grave estado de incineración. Por ellos no se pudo hacer nada. Solo pudieron rescatarla a usted, porque fue hallada a unos cuántos metros del lugar de la explosión.

Mi cabeza empezó a dar vueltas. Una y otra vez se repetía aquella pavorosa escena donde el auto se volcaba y dando vueltas explotaba.

No -exclamé muy bajo moviendo la cabeza angustiada- No.

Tranquilícese, jovencita, voy a aplicarle un sedante.

¡No!, ¡no! -grité desconsolada y consternada, completamente fuera de mí. Traté de levantarme, pero una vez más, mi cuerpo y mis piernas no me respondieron. No podía moverme, no podía.

No puede moverse -informó la enfermera, tratando de "calmarme"- Su columna sufrió una lesión importante y sus piernas tienen algunas contusiones de consideración, por lo tanto, no puede moverse, haga un esfuerzo por tranquilizarse, ponerse así no le hará bien -las lágrimas brotaban incesantes de mis ojos. La desesperación, la culpa y la locura se apoderaron de mí. Perdí la voz, el dolor ahogaba mi garganta y fue tanta la angustia y el horror, que pronto quedé sumida en la completa inconsciencia, en el vacío, en la nada.

Entonces...

Mientras en las afueras de la ciudad eran enterrados los cuerpos de Daniel y Jonathan, las dos personas realmente importantes, en ese entonces, en mi vida, yo era ingresada aquí, a poca distancia, en el Hospital San Agustín. 



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En el texto hay: romance, drama, amor

Editado: 13.04.2024

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