A pesar de los planes que Salvatore Langford tramaba en las sombras, la fiesta seguía su curso, ajena a las discusiones que se desarrollaban en las entrañas de la mansión. La música flotaba en el aire, entre copas que tintineaban y risas despreocupadas. Afuera, en el jardín, la alta sociedad disfrutaba de la velada sin sospechar los engranajes que giraban tras bambalinas.
Mañana, a primera hora, Vincent partiría rumbo a Las Vegas. Lo esperaba un viaje de negocios, uno donde la moral y la ética quedaban a un lado. Su papel era claro: asegurarse de que todo lo que Salvatore ordenara se cumpliera al pie de la letra. En el ring, fuera de él, en apuestas y arreglos que nunca llegarían al oído del público. No era un hombre de dudas ni de escrúpulos. Solo frío cálculo.
Mientras tanto, dentro de la mansión, Salvatore finalizaba sus negocios. Ajustes, promesas y acuerdos disfrazados de favores. Cerró la última conversación con una sonrisa calculada antes de salir al jardín. Respiró hondo, observando la opulencia a su alrededor. Todo lo que veía era suyo, no por derecho, sino porque sabía jugar mejor que los demás.
Entre la multitud, divisó a Marcus. La estrella de la noche. Su inversión más lucrativa. Caminó hacia él con una expresión afable, una máscara de cortesía perfectamente ensayada. Cuando llegó a la mesa, esbozó una sonrisa que cualquiera tomaría por genuina, pero que escondía una hipocresía afilada como navaja.
—¡Marcus, muchacho! —exclamó con entusiasmo falso, dirigiéndose luego a la mujer a su lado—. Y usted debe ser Giuliana, la encantadora esposa de nuestro gran campeón. Hacen una pareja perfecta.
Los ojos de Giuliana brillaron con un deje de timidez mientras respondía con elegancia:
—Así es, señor Langford.
Marcus se puso de pie de inmediato, mostrando respeto. Admiraba a Salvatore, lo consideraba casi un padre. Nunca olvidaría la oportunidad que le dio cuando nadie más apostaba por él.
—Gracias por la invitación, señor.
Salvatore sonrió, pero tras esa expresión cortés se escondía un pensamiento más oscuro.
—¿Cómo no invitarte, muchacho? Eres la estrella del momento.
Acompañó sus palabras con un par de palmadas en el hombro de Marcus. Un gesto paternalista, aunque en su mente, Marcus no era más que otro peón en su juego.
Al otro lado del jardín, en una mesa rodeada de humo de tabaco y copas medio vacías, Johnny Thompson desentonaba con la atmósfera de la élite. Borracho, con el aliento impregnado de whisky y nicotina, lanzaba comentarios inapropiados que hacían fruncir el ceño a algunos de los presentes. Los inversionistas a su alrededor intentaban mantener una conversación seria, discutiendo sobre futuras apuestas y ganancias, pero Johnny solo tenía ojos para una de las esposas en la mesa.
No era un hombre particularmente apuesto, pero tenía carisma y una actitud descarada que, a veces, le conseguía lo que quería. La mujer captó su mirada insistente, y lejos de rechazarlo, pareció encontrar cierto entretenimiento en su atrevimiento.
Con una excusa sencilla, la mujer se levantó de la mesa. Su esposo apenas notó su ausencia, demasiado concentrado en su conversación. Johnny la siguió con la mirada y, con la mandíbula tensa, se incorporó lentamente. Se perdió entre la multitud, avanzando con aire confiado.
Ella lo encontró unos metros más allá, entre las sombras del jardín. Se miraron en silencio, como si no hiciera falta ninguna palabra. Johnny extendió la mano y ella la tomó sin dudar. La guió entre la oscuridad, lejos de miradas indiscretas.
Mientras Johnny se entregaba a su juego de seducción, Salvatore Langford continuaba tejiendo su red. Todo giraba en torno a él. Si algo no le generaba un beneficio personal, simplemente no existía en su mundo. Tenía contactos en Chicago, en Las Vegas, en Nueva York. Tocaba los hilos del negocio con la precisión de un titiritero. Y esta noche no era diferente.
Porque en su mundo, el poder lo era todo. Y solo aquellos que lo entendían podían sobrevivir.
Marcus se levantó de su silla con elegancia, tomándose un momento para ayudar a su esposa a incorporarse con la misma delicadeza de siempre. Se giró, barriendo la multitud con la mirada en busca de su hermano mayor, pero no lo veía por ningún lado.
Suspiró, conociendo demasiado bien a Johnny. Lo había visto perderse en fiestas como esta antes, enredado entre copas de whisky y decisiones impulsivas.
—Quédate aquí, cariño —le dijo a Giuliana con una sonrisa tranquilizadora—. Voy a buscarlo.
Ella asintió sin hacer preguntas. Sabía que Johnny tenía un historial complicado y que Marcus, como siempre, cargaría con la responsabilidad de cuidarlo.
Marcus se abrió paso entre los invitados con pasos firmes, esquivando charlas ahogadas por el alcohol y risas superficiales. Buscó en la barra, en las mesas más apartadas, incluso cerca de la piscina, donde un grupo de inversionistas discutía sobre negocios con vasos de bourbon en la mano. Nada.
Su frustración creció. Johnny siempre hacía esto.
Pero entonces, lo vio.
Apareciendo de entre las sombras del jardín, Johnny caminaba con una sonrisa ladeada, el cabello revuelto y los ojos medio cerrados por la borrachera. A su lado, una mujer con un vestido elegante… aunque desordenado, como si se lo hubiera colocado a toda prisa.
Marcus sintió un mal presentimiento.
Se acercó con paso decidido, analizando la escena. Johnny se veía fatal. Despeinado, con la camisa apenas abotonada y tambaleándose levemente. La mujer, por otro lado, parecía tranquila, casi indiferente, mientras se separaba de él y regresaba a su mesa.
Marcus la siguió con la mirada. Allí estaba su esposo, demasiado absorto en su conversación con otros empresarios como para notar lo que acababa de ocurrir. Pero Marcus no necesitaba confirmación. Conocía a su hermano demasiado bien.
—Demonios, Johnny, ¿qué hiciste? —susurró, bajando la voz para que nadie más lo escuchara.
Editado: 12.03.2025