La fiesta había terminado. La noche dio paso a una mañana fresca en Los Ángeles, con el sol colándose entre los edificios y las calles llenas de vida.
En un avión privado rumbo a Las Vegas, Vincent se acomodó en su asiento de cuero, vestido con su traje impecable, con un cigarro en una mano y un vaso de tequila en la otra. A su alrededor, varios hombres de Salvatore Langford ocupaban los asientos, pero él sabía que la verdadera responsabilidad caía sobre sus hombros. Era él quien debía cerrar el trato, él quien debía convencer a Sugar Frazier, el representante de Gonzáles.
Vincent tenía 47 años, pero 47 años de pura experiencia en el mundo del crimen. No había espacio para los errores ni las segundas oportunidades. Mientras el avión despegaba, se permitió una última calada a su cigarro, exhalando el humo lentamente, como si ya pudiera ver el negocio concretarse.
Mientras tanto, en el lado menos glamuroso de la ciudad, Johnny despertó en su habitación de hotel con la cabeza doliéndole como si le hubieran estrellado una botella en la nuca. La luz del sol que entraba por la ventana le resultaba insoportable.
Con el rostro desaliñado y la camisa arrugada, se sentó en el borde de la cama, frotándose el rostro con ambas manos. La resaca era un precio justo por la vida que llevaba: noches de alcohol, apuestas y mujeres. Nunca había pretendido ser un hombre recto. Ni siquiera el tiempo en el ejército lo había moldeado. Al contrario, lo dejó con un vacío que llenó con vicios.
Se levantó y salió del hotel, dejando atrás la pestilencia a whisky barato impregnada en las paredes de su habitación. En cuanto pisó la acera, sintió la brisa matutina en su rostro y cerró los ojos por un instante, disfrutando la calma antes del caos.
No notó el vehículo negro estacionado frente al hotel. No se percató de los ojos que lo observaban con una furia contenida.
El inversionista.
Un hombre de traje impecable y sombrero negro, con una expresión tensa y mandíbula apretada, miraba a Johnny desde el interior del coche. La noche anterior, alguien le había contado lo que Johnny hizo con su esposa en la mansión Langford. Lo había ignorado en su momento, pero la rabia creció dentro de él hasta consumirlo.
Era hora de ajustar cuentas.
La puerta del coche se abrió de golpe. Johnny, sumido en sus propios pensamientos, apenas reaccionó cuando el hombre se plantó frente a él.
Lo miró de arriba abajo. Despeinado, con la camisa a medio abrochar y la marca de la resaca en la cara.
—Así que eres el bastardo que se acostó con mi esposa —dijo el inversionista, con voz grave y contenida.
Johnny levantó una ceja, con una expresión de indiferencia absoluta.
—¿Y qué, viejo? Si tu mujer abre las piernas tan fácil, tal vez deberías preguntarte qué hiciste mal en casa —soltó con una sonrisa burlona.
El inversionista entrecerró los ojos, su ira escalando peligrosamente.
—Crees que puedes hacer lo que quieras sin consecuencias, ¿verdad?
Johnny se encogió de hombros.
—No es mi culpa que no sepas mantener a tu esposa satisfecha.
La mandíbula del hombre se tensó.
—Ella ya recibió su lección —dijo con una sonrisa fría—. Anoche se lo dejé claro.
Johnny lo miró con más atención. Algo en la forma en que lo dijo, en su mirada sin remordimientos, hizo que un asco genuino le recorriera el cuerpo.
—¿Le pusiste las manos encima?
—Una esposa infiel merece castigo.
Johnny no era un hombre con principios, pero aquello lo cruzó de inmediato.
Sin decir más, se quitó el cigarro de los labios y lo arrojó con desprecio sobre el traje del inversionista.
—Eres un maldito —susurró, inclinándose para decirlo directo en su oído.
Luego, con su característica arrogancia, se dio media vuelta y comenzó a caminar, dejando atrás el problema como si no valiera la pena.
Pero no llegó lejos.
Sintió el impacto en el estómago antes de poder reaccionar.
El inversionista le había lanzado un puñetazo con toda su fuerza, doblándolo por completo. Johnny se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos al vientre con un gruñido ahogado. Antes de poder enderezarse, sintió la primera patada. Luego otra. Y otra.
Cayó de rodillas en la acera, jadeando, con la vista nublada por el dolor. La gente a su alrededor miraba con incomodidad, pero nadie intervenía.
—La próxima vez que quieras pasarte de listo, te mato —gruñó el hombre antes de escupirle.
Johnny lo vio alejarse, subirse a su vehículo y arrancar, dejando una estela de polvo y humo en la calle.
Se quedó allí, adolorido, con un sabor amargo en la boca que no tenía nada que ver con la resaca.
Se sostuvo del barandal más cercano y se puso de pie con dificultad.
—Maldito desgraciado —murmuró entre dientes.
Por un momento, una sensación extraña se instaló en su pecho. No era miedo. No era rabia. Era... arrepentimiento.
Si hubiera prestado más atención en el ejército. Si hubiera seguido entrenando. Si no hubiera desperdiciado su vida en apuestas y whisky barato.
Pero era tarde para pensar en lo que pudo haber sido.
Se sacudió la ropa con torpeza y empezó a caminar. Más lento de lo habitual. Aún adolorido.
Pero aún en pie.
Editado: 12.03.2025