El eco de lo que amamos

El amor huele a café por las mañanas

Recuerdo la primera vez que me enamoré de ti. O al menos, la primera vez que creí que lo hacía. Tenías esa chispa, esa energía que electrificaba el aire a tu alrededor. Mis amigos decían que te brillaban los ojos, y era cierto. O quizá eran mis propios ojos los que no veían otra cosa. Cada cita era una aventura, cada conversación una revelación. Te descubría en cada gesto, en cada anécdota, en cada risa que se escapaba de tus labios.

Creía que el amor era esa euforia. Esa sensación de mariposas en el estómago y de no poder dormir pensando en el otro. Y en cierto modo, lo era. Esa fase inicial es el combustible que enciende el motor. Pero, ¿qué pasa cuando se agota? Cuando las mariposas se calman, el estómago se acostumbra y las noches se llenan de un silencio cómodo, ya no de la impaciencia por verte.

Esa es la fase que la ficción rara vez muestra. La fase de la vida real. La que huele a café recién hecho por las mañanas y a toallas húmedas en el baño. La que tiene el sonido de la televisión de fondo, el del tráfico en la calle y el del llanto de una niña que necesita que la levantes de la cama.

Formamos una familia y las cosas cambiaron, como era de esperarse. La chispa inicial dio paso a una hoguera que había que mantener con leña. Y esa leña no eran grandes gestos, ni regalos extravagantes. Era el simple acto de estar ahí. De escuchar sin juzgar. De recoger la ropa que dejaste tirada por la casa sin reclamar. De preparar tu plato favorito en un día de cansancio extremo, o de simplemente sentarnos en el sofá en silencio, sabiendo que el otro estaba cerca.

El amor se convirtió en una rutina, y no me refiero a algo negativo. Era la rutina de un equipo que se conoce a la perfección. Yo sabía que después de que tuviste un día largo de trabajo estresante, yo prefería no hablar y simplemente abrazarte. Y tú sabías que tu forma de pedir ayuda era con un suspiro.

Luego llegó ella, nuestra hija. Y con ella, una nueva dimensión del amor que casi nos rompe. Las noches de insomnio, los cambios de pañales, la ansiedad y el miedo constante. El agotamiento físico y mental se instaló en nuestra casa, y a veces, nos mirábamos como extraños, preguntándonos si valía la pena. Los reproches se hacían más frecuentes, las paciencias se acortaban.

Fue en esos momentos de mayor oscuridad que el amor, el real, se hizo presente. Un día, te quedaste dormido en el sofá con nuestra hija en el pecho. Vi la forma en que la sostenías, la delicadeza con la que acariciabas su cabello. Y en ese instante, el cansancio y la frustración se disolvieron. No eras solo mi pareja; eras el pilar de mi familia, el hombre con el que había construido todo esto. Y en tu rostro, agotado pero lleno de ternura, vi el amor en su forma más pura.

El amor no es para los débiles. Es para quienes están dispuestos a ser vulnerables, a perdonar, a pedir perdón. Es para quienes entienden que los errores no son el final, sino una parte de la historia. Es la calma después de la tormenta, la risa que interrumpe un llanto, la mano que buscas en medio de la noche sin pensarlo.

El amor que perdura no es el que te rescata de la soledad, sino el que te acompaña en ella. Es el que te ve con el pelo revuelto, sin maquillaje y con un pijama gastado, y aun así, te encuentra hermosa. Es el que no se rinde ante la monotonía, sino que encuentra en ella la paz y la seguridad de saber que, pase lo que pase, el otro estará ahí.

El amor no es magia, es trabajo. Y es el trabajo más hermoso que he hecho en mi vida.



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En el texto hay: familia, amor, historia de la vida

Editado: 18.08.2025

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