El eco de un amor qué se niega a morir

Regreso y momentos compartidos

El regreso de el fue como la llegada de un nuevo amanecer en mi vida. Tenía 20 años y yo, aún en mis 16, sentía que nuestras almas se habían conectado en un nivel que desafiaba la lógica. Cada domingo se convertía único y especial, un momento en el que el mundo exterior desaparecía y solo existíamos nosotros dos. Con el tiempo, esos encuentros se convirtieron en la rutina que más anhelaba.Cada domingo comenzaba con una salida juntos, y nuestros paseos se convirtieron en la esencia de nuestro tiempo. Recorríamos el parque donde nos conocimos, donde cada rincón traía recuerdos de risas y miradas furtivas. Era un lugar especial, un refugio donde el mundo parecía detenerse.

El no solo era un compañero de paseos; también se convirtió en un amigo. Nos enviábamos mensajes de texto a diario, pero lo que realmente me emocionaba eran los audios que me mandaba cantando. Su voz, siempre suave y llena de emoción, me hacía sentir una conexión única. Cada vez que escuchaba esos audios, era como si estuviera allí, en el momento, compartiendo su música conmigo.

Un día, mientras charlabamos, me sorprendió con un rosario "Mira lo qué te compré , me dijo, su voz llena de sinceridad. La delicadeza del regalo me hizo sentir especial; cada cuenta era un recordatorio de nuestras promesas y de lo que significábamos el uno para el otro. En esos momentos, sabía que nuestra conexión era más que amistad; era un vínculo profundo que prometía crecer.Las cenas eran otro aspecto de nuestra rutina.

Elegimos un pequeño restaurante acogedor donde la comida era deliciosa, pero lo que realmente hacía la diferencia eran las conversaciones que compartíamos. A menudo, nos quedábamos horas hablando sobre nuestros sueños, miedos y aspiraciones. Recuerdo un domingo en particular, donde el , después de que yo hiciera una broma, se rió tan fuerte que atrajo la atención de los demás comensales. “Estas loca ”, dijo, y esas palabras resonaron en mí como un eco positivo. El tenía la habilidad de hacerme sentir como si fuera la única persona en el mundo.

Cada vez que me miraba, había una chispa en sus ojos que me decía que realmente le importaba. Aquel domingo, mientras charlábamos en una plaza , sacó un pequeño peluche de su mochila. Era un adorable cerdito al cual nombramos patito, suave y tierno. “Quiero que lo tengas, para que siempre te acuerdes de mí”, dijo, y en ese momento supe que él estaba creando recuerdos que perdurarían.Las caricias y abrazos se volvieron parte de nuestro lenguaje.

Nos encontrábamos a menudo en el parque, el mismo lugar donde nos conocimos. Recuerdo la primera vez que lo besé; estaba tan nerviosa, pero su sonrisa me dio el valor necesario. Con cada beso, sentía cómo nuestras almas se entrelazaban, llenando el aire de una magia especial. Aquellos momentos eran robados de la realidad, donde el tiempo se detenía y solo existía la pasión entre nosotros.

La relación florecía en cada rincón de nuestras interacciones. Con cada semana que pasaba, me encontraba más enamorada de él. Nuestros encuentros se hicieron más frecuentes; algunos días, incluso, escabullíamos una visita entre semana solo para vernos.

La emoción de lo prohibido añadía un sabor especial a nuestra conexión.Una mañana , mientras charlabamos en el parque, Hamlet se detuvo y me miró a los ojos. Y me dijo Te amo, con una vulnerabilidad que me conmovió. “ yo también te amo amor mio ”, respondí, sintiendo que nuestra unión era un refugio en un mundo incierto. En ese momento, comprendí que el amor que estábamos construyendo era algo que trasciende las palabras.

Los domingos se convirtieron en una explosión de emociones. Compartíamos no solo comidas, si no fragmentos de nuestras vidas. Hablábamos de nuestras familias, de los sueños que teníamos para el futuro. Cada palabra que intercambiábamos era un ladrillo en el muro de nuestra historia. Al final de cada encuentro, siempre había un abrazo cálido que sellaba nuestros momentos juntos, y con cada uno, sentía que el lazo se fortalecía.

Finalmente, llegó el momento donde comenzábamos a ir los domingos por la tarde a las reuniones de pastoral y misa, donde nuestras almas se unían de nuevo en la quietud de la iglesia. Mientras escuchábamos las palabras del sacerdote, me sentía agradecida por los momentos compartidos con Hamlet. Sabía que cada misa no solo era un acto de fe, sino también un recordatorio de la bendición que era tenerlo en mi vida.

Así, cada domingo se transformó en un capítulo más de nuestra historia, lleno de amor, promesas y un sinfín de momentos compartidos.




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