El eco de un amor qué se niega a morir

¿Qué fue lo qué pasó?

Después de ese mes, el tiempo parecía haberse detenido. Vivir juntos, compartir cada instante, había sido una tregua temporal en el caos constante que siempre me rodeaba. Pensé que habíamos encontrado la paz. La rutina se volvió un alivio: despertábamos juntos, salíamos a caminar, reíamos sin prisa, sin temor. Pero el equilibrio perfecto nunca dura demasiado, no para mí.
Todo cambió el día que la vecina habló. Bastó con que ella hiciera ese comentario casual, mencionara que no estaba en casa, para que la burbuja se rompiera. Mi familia, siempre alerta, siempre con la mirada sobre mí, desató una tormenta de preguntas, reproches y juicios. El caos que tanto temía regresó con fuerza, arrasando con cualquier destello de tranquilidad. Pero incluso en medio de ese torbellino, tú y yo seguimos adelante. Al menos, por un tiempo.
Cuando regresé a mi ciudad, creí que tal vez las cosas mejorarían. Me encontré con una figura que había estado ausente durante 17 años: mi madre. La mujer que me abandonó sin una palabra, que dejó una ausencia insalvable en mi vida. Había soñado con ese momento, con el reencuentro. Imaginé que recuperaríamos el tiempo perdido, que finalmente seríamos madre e hija. Había esperanza, una pequeña chispa de ilusión. Pero las expectativas suelen ser crueles.
Hablamos de muchas cosas, y cuando mencionó tu nombre, cuando preguntó si éramos pareja, sentí una extraña necesidad de abrirme. Le hablé de ti, con la confianza ingenua de quien cree que está siendo comprendido. Le dije que éramos novios, sin siquiera pensarlo dos veces, sin consultarlo contigo. ¿Cómo podría haber sabido que ese simple acto, esa pequeña confesión, lo cambiaría todo?
Tu enojo fue inmediato. Pensabas que ella sería como mis tías, que sus juicios estaban cargados de la misma toxicidad que había en mi familia. Intenté explicarlo, pero cada palabra que salía de mi boca parecía empeorar las cosas. La discusión se volvió inevitable. Cada frase se convirtió en una barrera entre nosotros, algo que no podíamos cruzar. En el hospital, donde mi abuela luchaba con su salud, tú decidiste que necesitábamos un tiempo. Y en medio de todo ese caos, de esa desesperación, acepté. "Está bien", dije, pero no lo estaba. Nada lo estaba.
Desde entonces, no volvimos a cruzar miradas. Los días que siguieron fueron una lenta agonía. El hambre desapareció, y el sueño se convirtió en un lugar imposible de alcanzar. Las horas se mezclaban en una confusión de lágrimas y pensamientos que giraban en torno a ti, a lo que había sido, a lo que ya no era. Caminaba por las calles de esta ciudad, recordando cada rincón que compartimos, cada momento que ahora parecía tan lejano, tan ajeno.
Y mientras yo me desmoronaba, tú no volviste. Ni una llamada, ni un mensaje. Era como si nunca hubiera existido para ti.
El mundo seguía girando, pero yo estaba atrapada. Cada día se sentía igual que el anterior, con el peso del silencio aplastando mi pecho. Intentaba comprender qué había pasado, cómo habíamos llegado a este punto. Pero cada intento de explicación me hundía más en la desesperación. La comida perdió su sabor, y las cosas que solían importar dejaron de tener sentido.
Veía tu rostro en cada esquina, en cada sombra de esta ciudad que un día habíamos compartido. Me encontraba caminando sin rumbo, esperando tal vez encontrarte por casualidad, aunque sabía que eso no ocurriría. Te habías desvanecido de mi vida, de mi mundo, y con tu partida, algo en mí también desapareció.
Pensé en llamarte tantas veces, pero siempre me detuve. Había algo en el vacío que dejaste, en la ausencia de palabras, que me impedía dar ese paso. Quizás tenía miedo de lo que podrías decir, o peor aún, de lo que no dirías. ¿Y si ya me habías olvidado por completo? ¿Y si para ti no era más que un recuerdo lejano, algo que ya no tenía importancia?
Los días se convirtieron en semanas, y luego en meses. Mi cuerpo seguía funcionando, pero mi mente estaba atrapada en el mismo lugar, reviviendo una y otra vez esos últimos momentos juntos. El sonido de tu voz, las palabras que intercambiamos en aquella discusión, resonaban en mi cabeza, una y otra vez. Intenté ahogar esos pensamientos con cualquier distracción que pudiera encontrar, pero nada funcionaba.
Las noches eran lo peor. Cuando todo estaba en silencio, los recuerdos se apoderaban de mí. Me encontraba mirando al techo, con lágrimas que corrían sin control, preguntándome dónde estabas, qué estarías haciendo, si siquiera pensabas en mí. Era una tortura sin fin, un ciclo del que no podía escapar.
Intenté seguir adelante, lo hice, pero el peso de tu ausencia era insoportable. El tiempo, que se supone cura todo, solo parecía intensificar el dolor. Y a pesar de todo, a pesar de lo que sentía, sabía que no podía hacer nada para cambiar lo que había pasado. La distancia entre nosotros se había vuelto insalvable, y eso me aterraba más que cualquier otra cosa.
El vacío, la soledad, y la tristeza me envolvían cada día más. Lo único que deseaba era regresar a ese momento antes de que todo se desmoronara, pero sabía que era imposible.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.