El Enigma De Altamira

CAPÍTULO I

Don Indalecio de Beauforth podría haber sido uno más de los numerosos nobles que poblaban Compostela en el siglo XV, una ciudad tranquila con apenas mil quinientos habitantes y cuajada de conventos, grandes palacios y casonas, presididas por el poder temporal y el perenne, por el Claustro y la Catedral. Tras las viejas murallas medio en ruinas, con la catedral románica y sus antiguas torres sobresaliendo, el caserío se disponía muy abigarrado, formado por viviendas populares y alguna que otra casa–torre de la nobleza, dando lugar a calles estrechas, húmedas y oscuras que se desafiaban entre ellas por abrirse paso, hacinadas entre las murallas. Don Indalecio de Beauforth, podría haber sido un marqués más, si no fuera por su notable afición al ocultismo, la alquimia y las ciencias ocultas. Y por ello era muy conocido en Compostela. Su fama había traspasado las murallas.

Don Indalecio de Beauforth, se había pasado media vida en la vieja ciudad de Toledo, la de las tres culturas, en una época en la que esta ciudad disponía de dos famosas escuelas: la de Traductores y la de Nigromancia, en la que sabios hombres llegados de todo el mundo se afanaban por conocer los misterios de la llamada Ars Toletana, magia en estado puro que transformaba a los hombres en famosos nigromantes, brujos, hechiceros... Toledo era el centro del mundo, el lugar desde donde se medían las distancias entre la tierra y el cielo, de donde salían incesantemente traducidos al latín y al castellano tratados científicos listos para su incorporación a la cultura europea. La otra media vida que le faltaba por vivir, el marqués de Beauforth la pasó encerrado en su gran palacio de la rúa de San Miguel, en Compostela, acompañado siempre por Goio y por Kuassi–Ba, sus leales y fervientes criados que no solo atendían sus necesidades de tipo doméstico, sino que eran sus ayudantes en el laboratorio en donde llevaba a cabo sus experimentos en pos de la anhelada inmortalidad.  

Entrando por la Porta da Pena abierta en la muralla y sorteando a religiosos, caballeros, hidalgos, pillos y pobres de solemnidad que frecuentaban la rúa de Porta da Pena; dejando a un lado la fachada de la iglesia de San Martiño Pinario en la plaza del mismo nombre, se llegaba al palacio del marqués de Beauforth, conocido como el Gay Saber, situado en lo alto de la plaza de San Miguel dos Agros frente a la iglesia del mismo nombre, en el que estuvo hospedado muchos años antes, el rey Don Pedro I el Cruel.  Era un palacio de proporciones colosales, uno de los mayores de Compostela, donde lo funcional y lo sublime se daban la mano. En él están presentes todos los ambientes y elementos arquitectónicos reconocibles en esta clase de ejemplares de la arquitectura civil gallega. No faltan caballerizas, despensas, leñeras, bodegas, letrinas y habitaciones para criados de ambos sexos, así como una granera, un pajar, una cochera, un comedor para la servidumbre y la mayordomía. También albergaba espacios de mayor nobleza y privacidad, amplias salas, un sinnúmero de dormitorios y el recurrente gabinete. Pero lo que lo definía como tipología arquitectónica era los componentes de mayor empaque monumental, como la voladiza balconada frontal, una portada de acceso en la que se enfatiza lo volumétrico a su alrededor, hasta tres cocinas, cada una con su hogar y chimenea, un espacioso zaguán y una escalinata interior precedida por un arco.

La puerta de entrada se situaba en la fachada de la plazuela de San Miguel, en la zona de poniente. Daba paso a un amplio zaguán baldosado de cantería, provisto de asientos en dos de sus ángulos. Por una puerta abierta en un medianil se accedía al granero a donde llegaban las rentas cobradas por el Marqués, también accesible desde el patio de la huerta ubicada en la zona norte. A la derecha del recibidor se abría una caballeriza interior, a la que le seguía otra cuadra para equinos en el bajo de lo que hoy se conoce como Casa Gótica, sede durante muchos años del Museo das Peregrinacions, con una única entrada exterior por el sur.

             

Uno de los primeros fenómenos que intrigaron al hombre primitivo fue la transformación de la materia. Como la nube se transforma en agua; como el agua dulce se transforma en salada; como la semilla se transforma en planta; como la flor se transforma en fruto. Pero las transformaciones producidas por medio del fuego son las que más lo ocuparon pues los experimentos con fuego daban resultados casi inmediatos. Y con su dominio, el hombre primitivo comenzó a hacer experimentos para transformar materias.  Con el concurso del fuego, el hombre purificó, moldeó y aleó minerales como el cobre, la plata y el oro, y todo ello en la práctica, pero ¿qué hay de la teoría? ¿cómo se explicaban esos fenómenos? Porque el que puede explicar lo que sucede, no es solo un visionario, sino que es dueño del secreto que le permite dominar el fenómeno y repetirlo cuantas veces quiera.

Fueron los griegos los que refinaron las explicaciones teoréticas sobre las transformaciones que observaban, ya sea en la naturaleza, ya en los talleres de los artesanos. Y sería Aristóteles quien, en el siglo IV antes de la era moderna, formuló una teoría que se mantuvo en el pensamiento científico durante casi dos mil años. En su teoría postuló que existe una materia primaria y cuatro cualidades: calor, frío, humedad y sequedad. Según las cualidades que se impregnen en la materia primaria, así se producirán cuatro elementos: fuego, aire, tierra y agua. Todas las cosas materiales se consideraban como el resultado de una combinación adecuada de los cuatro elementos en diferentes proporciones. Según esta teoría, encontrando la combinación adecuada de los cuatro elementos con las cuatro cualidades, se podría llegar a producir oro. De la transformación de los materiales se pasó a la transmutación. Es decir, no solo transformar un material, darle otra forma, purificarlo, separarlo de impurezas sino, transmutar (cambiar) un elemento en otro elemento. Eso es lo que hicieron –o al menos lo intentaron– los llamados alquimistas, y su pseudociencia fue llamada alquimia. ¿Qué buscaban? Pues la transmutación de los metales básicos en oro y de descubrir una cura para todas las enfermedades y también, prolongar la vida indefinidamente.




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