El sonido casi inaudible que se escucha cuando toco con mis nudillos es apenas un leve susurro, pero del otro lado al parecer se escucha perfectamente cuando un «pase» llega a mis oídos como respuesta. Reprimo los pocos nervios que me atacan en este instante y abro la puerta con lentitud.
—¿Qué horas son estas para entrar a clase, señorita? —pregunta una mujer con el ceño fruncido desde el otro lado del escritorio frente a toda la clase.
La profesora es una mujer joven de unos treinta años más o menos, con una contextura esbelta y alta, sus ojos marrones son saltones y están cubiertos por unas gafas gruesas y negras, resaltando el brillo en ellos. Su pelo de color negro azabache cae por sus hombros en hondas muy definidas, de una manera que internamente envidio. Me mira con fastidio poco disimulado por haber interrumpido su clase, sus facciones serias me dan a saber que esta profesora es sumamente estricta y seria.
—Lo siento, soy nueva y tuve que ir a la secretaría a buscar mis horarios —respondo disculpándome, un poco avergonzada ante su mirada. Los nervios que antes quise reprimir lo mejor posible, brotan aún más ante ella y llegan a recorrerme por completo el cuerpo, haciendo temblar mi interior. Ya reprimí mi actitud borde unos minutos antes de decidirme a entrar porque con ella, visiblemente, no la necesito. No quiero que por ser grosera me castiguen, eso lo aprendí hace años atrás en mi antiguo instituto.
—Bien, que sea la última vez, señorita… —con un dedo de su mano derecha, sube con lentitud sus gafas por el puente de su nariz respingona mientras sus ojos penetran los míos, llenos de interrogación.
—Natalie Lawler —contesto de inmediato.
—Bien, Natalie, soy la profesora Brown —dice ella y luego me hace presentar ante toda la clase, a la cual, al parecer, no les importa ninguna de las palabras que salen de mi boca. Cuando termino, ella se vuelve hacia mí—. Ahora siéntate y copia.
Asiento con la cabeza en modo de agradecimiento y busco con la mirada un lugar libre. Hay uno en el centro de la clase y otro al fondo de todo. Obviamente, me dirijo al último, ya que odio los del medio y los delanteros. Toda la clase sigue mi recorrido con una mirada casi… asustada, y no la apartan hasta que estoy sentada junto a un ventanal gigantesco que abarca toda una pared del salón, del piso al techo. Puedo jurar que casi los escucho contener el aliento cuando mi trasero se posa en la silla. Mirándolos extrañada y ligeramente confundida por la actitud de todos, coloco mi mochila en el suelo con un ruido sordo y dejo salir del fondo de mi garganta un gran suspiro.
Acto seguido, saco mi cuaderno y comienzo a escribir lo que ella había anotado en el pizarrón antes de mi llegada. Contesto algunas preguntas de las que puso sin la necesidad de un libro, pero cuando veo que no podré terminar completamente el ejercicio sin uno, se lo pido prestado a la profesora, la cual no lo estaba usando y me lo cede a duras penas. Prácticamente haciéndome prometerle no arruinarlo ni algo por el estilo.
Una vez que termino, le devuelvo el libro y regreso a sentarme en mi lugar para luego mirar aburrida por la ventana hacia afuera. Puede que sea un poco fría o desagradable con algunas personas, pero soy aplicada a la hora de trabajar en clase. Siempre entrego a tiempo las tareas y hago bien los exámenes. Soy rápida en entender y no necesito estudiar mucho para las materias, por lo que no creo que en algún momento esta profesora llame mi atención por algunas notas bajas, porque sé que no las llagaré a tener. Un ejemplo es la tarea terminada en menos de diez minutos que dio justo antes de que yo interrumpiera la clase.
Creo ser una de las pocas que terminó con tanta rapidez.
Recorro con mis ojos todo el alrededor que puedo llegar a ver desde mi posición. Una vista realmente hermosa.
Las nubes grises llenan el cielo, dando a saber que la lluvia no tardará en llegar. Un viento fuerte azota las hojas de los árboles, dejándolas volar por todo el perímetro hasta desaparecer en la distancia, haciendo un ruido chillón al chocar contra la ventana. Coloco la mano sobre esta y sonrío. No me sorprendo al encontrármela congelada.
Un carraspeo me saca de mis pensamientos sobre el clima y me vuelvo a esa persona. Lo primero que mis ojos captan del chico parado junto a mí es el pelo negro y espeso, y unos intensos ojos azul verdosos que me miran fríos y sin emoción alguna. La mano derecha sostiene una mochila sobre su hombro y la otra la mantiene en el bolsillo de su pantalón. Es alto y fornido, hermoso y muy misterioso ante mis ojos. Su mandíbula cuadrada y cincelada se encuentra sin rastro de vellos e instantáneamente quiero tocarle allí para saber cuán suave está, y sus labios… Oh, sus labios. Hermosos y tentadores.
Peligrosos.
Me quedo un segundo embelesada ante tal belleza que no me doy cuenta de las miradas que todos le dan de soslayo. La profesora lo fulmina con la mirada, seguramente por haber llegado extremadamente tarde, y los alumnos lo miran expectantes, esperando que él haga algo.
¿Por qué lo miran como si le tuviesen miedo?
—¿Sí? —pregunto mirándolo confundida y con el ceño fruncido, intentando no distraerme por su hermosura. Su altura intimida y me pregunto si no se confundió de curso. Se me hace extraño que un chico que parece ser mucho más mayor que todos nosotros, con ese cuerpo de todo un hombre, esté con nosotros, pero luego lo pienso mejor y me reprocho a mí misma. Si se hubiese confundido se hubiese dado cuenta ni bien entró al aula.
—Este es mi asiento. Búscate otro —su voz ronca, cortante y fría resuena en la habitación mientras apunta el asiento que está en el centro de la clase con un dedo. La clase repentinamente muda absorbe sus palabras y si no fuese por estar viéndolo fijamente, podría haber notado que algunos se estremecieron al escucharlo. Por lo contrario, un poco aturdida por el intercambio de palabras bruscas de su parte, me río ligeramente sin poder creerlo.