—¿Por qué sonreías tanto en el auto? —pregunta Ty al llegar a nuestro piso, lanzando las llaves en un cuenco que hay sobre una mesita junto a la puerta de entrada.
—Quiero que abramos los regalos que me mandaron hace un año. ¡Vamos! —gritando enérgicamente, salgo corriendo por las escaleras hacia mi habitación.
Todo en mí se siente bien, como si nada pudiese quitarme la felicidad. Es extraño, hace bastante tiempo que no me comporto así. Desde que llegué, puedo decir que me siento más relajada y alegre con ellos, y con la vida en general. Antes la odiaba e intentaba con muchas fuerzas olvidar, no quería vivir mi día a día con pesadillas. Pero ahora quiero borrar todo de mi cabeza y llenarlo con cosas del presente. Recuerdos nuevos, experiencias nuevas. Vida nueva. Renacer y poder finalmente comenzar de cero como tanto deseo.
Noto que no me siguen cuando abro la puerta de mi cuarto, por lo que asomo mi cabeza por las escaleras y les sonrío feliz.
—Vengan, los quiero abrir con ustedes.
—Oh, si eso es lo que quieres, niña rara… —susurra alegremente Sam, recalcando y enfatizando esas dos últimas palabras, mientras él y Ty suben las escaleras con lentitud. Algo que me exaspera, pero que por suerte no logra quitarme el estado de ánimo que llevo.
—¡Te escuché, idiota! —exclamo en respuesta antes de abrir la puerta de mi cuarto para lanzarme en el suelo junto a mi cama.
—¡Ese era mi propósito!
Me río y busco la maleta que contiene los regalos. Tanteo con mi mano hacia los costados hasta que logro encontrar la manija de una de mis maletas. La saco y la coloco sobre la cama, para luego subirme yo también. Una brillante sonrisa aparece en mis labios cuando los dos entran y se encaminan hacia mi lado. Al instante, noto lo pequeña que la cama es en comparación con todos nosotros y la maleta, por lo que me hago a un lado y les dejo un poco más de espacio a los cuerpos fortachones de mis hermanos. Si no fuese tan grande y ellos hubiesen subido saltando a la cama, era imposible que yo no saliera volando. Pero por suerte esta vez, logro agarrarme del brazo de Sam y así evitar caerme.
—Bueno, ¿cuál abrirás primero? —pregunta Tyler mirándome con curiosidad, intercalando la mirada entre la maleta y yo. Me encojo de hombros y agarro un regalo cualquiera.
—Este —desenvuelvo el papel con rapidez y entusiasmo que no puedo ocultar. Siento cómo mi sonrisa es bastante grande y delatadora como para hacerles saber que estoy extremadamente contenta de finalmente hacer esto. Cuando termino por desgarrar el envoltorio, me encuentro con un conejo de peluche muy relleno y suave al tacto. Sus ojos están medio torcidos y su iris mira hacia direcciones opuestas, pero para mí eso lo hace a un perfecto—. ¡Qué lindo!
—Te hubiera gustado más si lo hubieras abierto hace más de cuatro años, cuando eras más pequeña y te seguían gustando los peluches —comenta Sam rodando los ojos y yo no puedo ocultar mi molestia a ese comentario. Le pego en la nuca en respuesta porque realmente era innecesario decirlo. Por más que tuviese diecisiete años, aún me agradaban estas cositas rellenas y gordas con las que decorar mi cama cuando la arreglo. Aparte, no era lo mismo para mi yo de niña abrir aquellos regalos sin nadie viendo la alegría bullendo de mis poros. Si los hubiese desenvuelto hace años, no tendrían ni remotamente el mismo efecto que ahora, que por fin estoy con ellos. Definitivamente no.
—Lo adoro —les sonrío y dejo el peluche a un lado.
Entonces, agarro otro sin importarme cuál es. Tomo una taza que dice «Tyler, Sam y Nat», con una caligrafía en cursiva y en color negro junto con un corazón rojo debajo. Me río, recordando todas las tazas que teníamos de pequeños y que rompíamos cada cierto tiempo. Acto seguido, abro otro obsequio: una remera con una imagen de mí durmiendo cuando tenía siete años aparece ante mis ojos. La alzo en el aire y me la quedo observando.
—Es el primer día que llegaste a casa... —susurra Ty viendo la foto impresa. Volteo mi cara hacia ellos, quienes me sonríen reviviendo ese día—. Mamá sacó la foto. Recuerdo haberla visto llorar mientras dormías. Estaba tan feliz.
—Mamá estaría orgullosa de ti, Nat. De todos nosotros —Sam agrega suavemente, mirándome a los ojos con intensidad para que yo realmente note la verdad en sus palabras. La noto, por supuesto que lo hago.
Al instante, mis ojos se llenan de lágrimas. Me vuelvo sensible cada vez que hablamos de nosotros y de todo lo que pasamos juntos. El hecho de que ellos se hayan ido cambia mucho, pero a la vez nada. Dejo junto a mí la remera y los abrazo fuertemente, dándoles a saber sin decir ni una palabra cuánto los quiero. Por más que sus cuerpos y voces hayan cambiado radicalmente, sus espíritus siguen estando tal cual como recuerdo. Esas almas puras y buenas que me rescataron se encuentran en el fondo de esos adolescentes frente a mí. Y a pesar de no verlas a menudo, este día puedo verlas fijamente y decir que están allí. Esos niños no desaparecieron. Solo… crecieron y maduraron, y se volvieron mejores.
—Los quiero, lo saben, ¿no? —ellos asienten—. Me salvaron de irme con alguna familia que no quería y por ustedes tengo todo lo que nunca imaginé tener. Gracias —murmuro—. Mamá está orgullosa de todos nosotros. Lo sé.
Nos damos otro apretón lleno de afecto, y luego intento contener todas mis emociones, las cuales hace bastante que están pendiendo de un hilo, siempre a la espera de que las dejase salir.
Segundos después, intentando contener las lágrimas, sigo abriendo mis regalos.
Luego de media hora riéndonos, tengo muchas cosas para decorar mi habitación prácticamente vacía. Una mochila nueva con fotos de nosotros haciendo caras raras que van desde mis ocho años hasta los diez años, un álbum de fotos familiares e imágenes enmarcadas de una manera extraña para colocar en la pared; también otros dos peluches que dicen «Te amamos mucho, pequeña», —los cuales me hicieron que dejara de contener las lágrimas de felicidad y así llorar a mares. Por otro lado, había unas zapatillas que, según mis hermanos, no fueron entregadas hace mucho tiempo como los anteriores obsequios. Algo así como un año o dos que ellos me las enviaron y, que por suerte me quedaban bien, ya que mi pie no creció casi nada en dos años; una caja de maquillajes no muy grande y llena de ellos —a pesar de que nunca use maquillaje—, collares de mis bandas favoritas en aquel tiempo, y un bolso precioso de salir.